(IbelissePrats, Milagros Ortiz, Hugo Tolentino, Hipólito Mejía, Rosa Gómez, Yuyú Lara, Tirso Mejía, Fello Subervi, José Rafael Abinader, Radhamés Gómez Pepín, Niní Cáffaro, Felipe Rojas Alou, Mundito Espinal, K-bito, Fafa y Cucullo, entre otros viejos, como Colombo y Juan Bolívar Díaz).
El problema no es tan solo vivir, también es morir. Como se vive y como se muere, porque como dice Mario Benedetti, “una cosa es morirse de dolor y otra cosa es morirse de vergüenza”, porque “uno no siempre hace lo que quiere, pero tiene el derecho de no hacer lo que no quiere”, aunque te cueste la vida.
La vejez la da el tiempo, los años, pero también la experiencia y la sabiduría. En muchas sociedades antiguas, incluyendo algunas presentes, la ancianidad se consideraba una virtud, un arte. Los viejos, reunido en Consejo, tomaban las decisiones más trascendentales de las tribus, incluso en algunos imperios.
José Francisco Peña Gómez, un líder que murió joven siendo un viejo en sabiduría, proclamaba la necesidad de la participación política de “lo mejor de lo viejo, con lo mejor de lo jóvenes”. En tal sentido, lejos de rechazar a los mayores, los aupaba y protegía.
El problema no es ser viejo o joven. La cuestión es qué hacemos con nuestras vidas; a qué dedicamos nuestros esfuerzos cotidianos; al servicio de qué o de quiénes nos colocamos; la cuestión es si vivimos para el bien o para el mal; el problema fundamental es si somos buenos seres humanos, no escorias capaces de lo peor para saciar nuestra sed de oro y vanidad.
Una buena parte del pensamiento luminoso de la humanidad se les debe a filósofos, economistas y científicos “viejos” o ancianos. Los años les permitieron estudiar, trabajar y adquirir los conocimientos que les permitieron dejar un legado. (“Daria todo lo que sé, por la mitad de lo que ignoro”. Descarte).
Los viejos, por viejos, no pueden tirarse a un lado, ni abandonados por la sociedad a la que sirvieron. Y mucho menos por los que se consideran jóvenes, porque, como decía José Martí, “si hay algo que ennoblece a la juventud, es el miramiento y el respeto a los ancianos”. Quien no siente respeto hacia los viejos no los tiene hacia sus padres, ni hacía sí mismo.
Hay que ser como el “viejo tonto que removió la montaña” de la fábula de Mao Tse Tung, que confió en el porvenir, en la fe, en el trabajo de generaciones hasta transformar la vieja China en lo que es hoy día. Un monstruo que despertó de la pobreza y la ignorancia después de miles de años, gracias a la revolución de 1949.
Jesús cambió la historia en un antes y un después con apenas 33 años, pero el Moisés de los cristianos murió a los 120 años dejando una impronta impresionante sin la cual es imposible escribir la historia de su tiempo.
El cantor Alberto Cortez dice que la “vejez es la más dura de todas las dictaduras”, pero para evitarla solo hay que morir joven, algo que casi nadie quiere. Y el poeta modernista Rubén Darío exclamó con nostalgia: “Juventud, divino tesoro, te vas para no volver”.
Nadie quiere que sus viejos mueran, pero mueren. Es ley de vida. El tiempo los reduce lentamente ante nuestros ojos. Luego enferman y se nos van dejándonos su ejemplo y recuerdos que nos asaltan cuando menos lo esperamos… y lloramos en silencio…
Me inclino reverente ante esos jóvenes que llegaron a viejos, revolucionarios, patriotas, que no cejaron en sus valores y principios, que no traicionaron, ni se traicionaron, que no se vendieron al mejor postor, que fueron ejemplos de bien. Para ellos mi respeto.
En cambio, maldigo a los jóvenes o viejos, qué más da, que sus vidas han sido un asco, una vergüenza. Aquellos que no hicieron nada por nadie, que no fuera por ellos mismos. Odio a los tránsfugas, a los oportunistas, a los traidores, a los que se venden, a los que no tienen ética ni moral, no importa si tienen 20 años o cien.
Al finan de nuestras vidas lo que importa no son los años, lo que importa es si hemos sido buenos o malos, si hemos vivido siendo fieles a nuestros principios y valores o si por el contrario hemos vivido como marionetas al servicio del oro corruptor que envilece y nos convierte en basura humana que termina en el zafacón de la historia.
Como dijo El Che: Lo que importa no es el número de armas en las manos, sino de estrellas en la frente.
¡Ojalá que mis hijos y mis nietos no lo olviden nunca!