Por Luis R. Decamps R. (*)
El fraterno pero invariablemente mordaz Ramón Chacón -legendario dirigente perredeísta de los años setenta y ochenta del siglo pasado en los barrios de la ribera oeste del Ozama- solía decir con su característica sorna y en tono de crítica consternación, a propósito de los reiterados cambios de militancia grupal de un amigo común cuyo nombre se omite porque ya no se encuentra entre los vivos, que "Fulanito es una veleta y siempre tiene un argumento para no estar abajo".
La reacción de punzante cuestionamiento frente al “cambiazo” político (un fenómeno que ahora se conoce con el musical y casi absolutorio apelativo de “transfuguismo”) se había convertido en un lugar común en la segunda mitad de la década de los sesenta de la referida centuria, sobre todo porque se trataba de un tipo de comportamiento que colisionaba con los maximalismos de militancia, la pureza de ideales y la rectitud ética que a la sazón prevalecían en la parte del escenario político que no estaba comprometida con el balaguerismo y su proverbial “pragmatismo” represivo-clientelar.
En efecto, bajo la racionalidad entonces vigente entre los demócratas y los revolucionarios el trasiego de membresía en el quehacer político se consideraba una irritante y sospechosa tacha fraccionalista que podía marcar a su autor para siempre, y se convertía en simplemente despreciable si se ejercitaba en dirección al disfrute de las inefables "mieles del poder": transfiguraba el hecho en un “pecado capital" y, por lo tanto, en un "paso" imperdonable y deshonroso cuyos efectos moralmente descalificadores eran imprescriptibles.
A la vuelta de algo más de tres decenios, empero, con la actividad política en divorcio inapelable de toda sanidad de espíritu y toda elaboración doctrinaria, el transfuguismo se ha convertido en una especie de institución del partidarismo nacional, y en su cálido regazo se ha acunando y desarrollado con execrable omnipresencia una tipología de dirigente o militante banderizo que compendia y encarna sus motivaciones matrices y su anatomía identificatoria: el político "de Estado", conocido en tiempos precedentes como "corcho" por aquello de que tenía la habilidad de flotar en todas las aguas sin importar su turbulencia.
(La insistencia no huelga: el fenómeno no es nuevo, pues aunque en estos momentos presenta signos de vulgaridad y desenfado que desafían todos los récords y lo hacen lindar con la desvergüenza, se trata de una forma de hacer política que ha existido en todas las épocas y latitudes, pero debido a que en el pasado no abundaban las licencias de conducta que hoy se les otorga a líderes y dirigentes para "brincar la tablita" de manera impune, eran menos notorios y, como expresión de rechazo generalizado, sus protagonistas eran objeto de denominaciones más crudas y peyorativas: “vendido”, traidor, oportunista, pancista, arribista, etcétera).
La República Dominicana de nuestros días está cundida de “corchos” o políticos "de Estado", es decir, de dirigentes partidistas cuyo leimotiv invariable es "mantenerse arriba" (no para trabajar en beneficio del país o por el bien común sino para libar de la ubre del presupuesto nacional), sea a través de un puesto en la administración pública o sea por medio de un contrato, y disfrutar de los tratos privilegiados que garantiza la cercanía con el poder en cualquier sociedad, pero mucho más en una -como la nuestra- con espinosas y ostensibles deficiencias institucionales
Entre nosotros, por ejemplo, hay unos honorables individuos que han estado en las vecindades del poder desde la desaparición de la tiranía de Trujillo (puesto que han ocupado cargos en el Estado o trabado relaciones contractuales con éste -un par de excepciones confirman la regla- con los gobiernos que se han sucedido en el país a lo largo del último medio siglo), y pese a que ya han superado con creces la tercera edad -y, por consiguiente, deberían estar disfrutando en sus hogares de un merecido reposo por lo que les resta de existencia- continúan activos como funcionarios públicos y (¡agárrense!) hasta esgrimen mayores aspiraciones de mando… El mito de Matusalén les roza el pellejo.
(Que conste, sin embargo: quien escribe no piensa que los viejos dirigentes deban ser preteridos y sus opiniones rechazadas por "desfasadas", como preconizan ciertos calzonudos carentes de cultura, talento e inteligencia que entienden que el solo hecho de ser jóvenes les da patente de corso para dirigir. Antes al contrario, cree que cada generación tiene su tiempo y sus tareas históricas, y éstas últimas ubican a cada quien en su lugar: la juventud -sin renunciar a sus legítimos derechos del momento- debe actuar en el presente como beligerante gestora del futuro, mientras que la senectud -retirándose y cediendo los espacios a quienes los conquistan con trabajo y méritos, no con mañas o engañifas- tiene que ser la memoria de la sociedad y la principal fuente de “experiencias ajenas” para los dirigentes contemporáneos y del porvenir).
Naturalmente, dentro de la amplia gama de nuevos “corchos” políticos que existen en la actualidad (debido a que los gobiernos del PLD han “glebalizado” a gran parte de nuestra sociedad) ya hay de todo: burócratas de cuello blanco, ratas de buhardillas, académicos, intelectuales, científicos, profesionales, artesanos, artistas, descerebrados, analfabetos y hasta “patriotas” de verbo en ristre, y su denominador común reside en que han estado o están dispuestos a decir o hacer las cosas más impensables y ridículas para justificar sus “saltos de garrocha” partidistas o conceptuales: lo que importa, al fin y al cabo, es brincar en las circunstancias adecuadas y con un mínimo de garantía de que ello redituará determinados beneficios personales o comerciales… “Todo por la patria”, como reza el lema castrense, pero en los casos de estos nuevos “próceres” con los bolsillos llenos y la barriga como una tambora.
La insufrible y repetitiva trama argumental del sainete que montan esos políticos “de Estado” para intentar pasar de contrabando sus posturas frente a la conciencia colectiva ya es, de todos modos, harto conocida: desde morigerar sus ímpetus intelectuales o militantes bajo el alegato de que es necesario hacer una “oposición constructiva” (silenciándose ante los desmanes del gobierno o simplemente adoptando frente a éste o sus incumbentes una postura "light") hasta renunciar abiertamente de sus organizaciones (esgrimiendo "discrepancias" de ideas o de línea política) y "caer de pie" en el partido oficial o en el tren gubernamental… Siempre bajo la divisa de Fouché: nunca estar con los vencidos, siempre con los vencedores.
El autor de estas líneas sabe que no sería prudente ni elegante abusar de este espacio para ofrecer nombres y apellidos de los “corchos” dominicanos más relevantes desde la era de Trujillo hasta nuestro tiempo, pero no cree faltarle a la discreción si testimonia que cuando le cupo la honra de desempeñar la función de subconsultor jurídico del Poder Ejecutivo constantemente se sorprendía al llegar a sus manos proyectos de nombramientos “debajo de la mesa” o de contratos casi clandestinos que involucraban a individuos que desde sus años de infancia los conocía como vinculados al poder, y en este respecto no sólo se habla de dirigentes de partidos sino también de personalidades presuntamente independientes o familiares y relacionados de empresarios conocidos.
La realidad actual -se impone machacarlo- no es diferente: en estos instantes hay docenas de dirigentes políticos activos (ancianos y maduros, de todos los orígenes partidistas o doctrinarios) que han sido funcionarios o han usufructuado jugosos contratos con el Estado bajo las más variadas gestiones, y que se pueden identificar de manera muy sencilla: cuando Balaguer gobernaba, eran balagueristas o de la “oposición constructiva”; cuando el PRD administraba la cosa pública, eran perredeístas (guzmancistas, jorgeblanquistas o hipolitistas) o “independientes”; y en los gobiernos del PLD, son peledeístas (leonelistas o danilistas) o “empresarios” apartidistas… O sea: la calidad de “funcionario eterno” o “come siempre” no es patrimonio exclusivo de algunos miembros del Comité Político y otros afortunados dirigentes del partido oficial.
(La verdad sea dicha, por otra parte: ha habido algunos políticos “de Estado” que en ciertas circunstancias fueron por lana y salieron trasquilados, como fue el caso de un prominente abogado -líder de un pequeño pero ruidoso partido- que respaldó públicamente al doctor Salvador Jorge Blanco en la campaña electoral de 1982, pero que una vez éste se instaló en el poder se dice que le pidió designarlo en una posición que ya estaba comprometida para otra persona, y debido a que no fue complacido en ésta y otras solicitudes de parecida prosapia no sólo procuró todo tipo de argumentos para declararle la guerra al nuevo presidente sino que a la postre se constituyó en su mas beligerante crítico y tenaz persecutor… Aunque en cierta ocasión había propuesto un pacto “trascendental” o “histórico” entre balagueristas y perredeístas, posteriormente ejercería su bullicioso prebostazgo moral exclusivamente contra los últimos).
Desde luego, con los políticos “de Estado” y los tránsfugas sólo pierden la democracia y la sociedad: las mismas caras se repiten sin cesar en los puestos públicos, los contratos se quedan entre los apellidos de siempre, convierten las instituciones en fincas que manejan como caporales, desarrollan un círculo vicioso de ineficiencia y estancamiento, le cierran el paso a las nuevas ideas, impiden que se abran las puertas para la modernización y, en fin, permiten la formación de mafias políticas o económicas que controlan a su antojo los poderes públicos y corrompen a todo el que sea susceptible de ser corrompido… La “ética” de esta gente es clara: “En este país -parafraseando a uno de nuestros más simpáticos e inofensivos “corchos”- está prohibido joderse”.
El escribidor debe precisar, por último (y antes de que le cuelguen nueva vez el ameno sambenito de “envidioso” por sus críticas a las inconductas en el partidismo y al latrocinio en el Estado), que no está cuestionando el derecho de los dirigentes y los militantes a disponer de su “botín” en la hora dulzona de la victoria electoral (esto ocurre, en mayor o menor medida, en todo el orbe), sino recordando su secuela más amarga para la democracia y la sociedad: la insólita permisibilidad que se exhibe ante los los tránsfugas y los “corchos”, dos especímenes de nuestra fauna política -que siempre tienen “un argumento para no estar abajo”- cuya multiplicación ha sido notoria en esta “era” gloriosa del PLD.
(*) El autor es abogado y profesor universitario
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