Por Luis R. Decamps R. (*)
En los Estados Unidos, cuna hemisférica y verdadera plataforma de lanzamiento del capitalismo tanto en su vertiente clásica como en su actual personería “global”, siempre ha habido, aunque con perfiles y proyecciones distintos de los que caracterizan a nuestros países, ostensibles distinciones entre los políticos liberales y los políticos conservadores.
(En el lenguaje partidario norteamericano los conceptos de liberalismo y conservadurismo no se corresponden exactamente con lo que los latinoamericanos identificamos bajo tales apelativos: entre nosotros -herencia del pensamiento enciclopedista europeo- atañen a la libertad política, las instituciones democráticas, la economía social, la justicia y la igualdad, pero en Estados Unidos -legado ideológico de sus Padres Fundadores- esencialmente tienen que ver con el intervencionismo en la economía, la relación entre el ciudadano y el Estado, el dilema federalismo-unitarismo, los derechos y libertades civiles, la seguridad nacional y hasta la política exterior).
Por supuesto, no hablamos necesariamente de las diferencias históricas entre los partidos tradicionales, pues las posiciones de éstos sobre determinados temas han experimentado importantes variaciones en el tiempo, sobre todo porque la política norteamericana -dado el carácter federativo de su Estado- habitualmente ha estado muy permeada por las realidades coyunturales, el regionalismo y la opinión pública de cada estado o unidad político-administrativa. No es su fuerte el debate filosófico alrededor del ser humano y su destino: los omnipresentes asuntos de la vida cotidiana siempre les han sido más caros.
El proceso de independencia de los Estados Unidos (1775-1783) es uno de esos fenómenos históricos en los que se observa con absoluta claridad la preeminencia de los intereses materiales en la dinámica del devenir humano, pues aunque comportó hechos políticos y estrategias militares (trascendentales, desde luego, tanto para América como para el resto del orbe) sus motivaciones primigenias eran pura y abiertamente económicas: a tono con la ética calvinista, primero fueron las demandas antitributarias y la rebelión contra la autoridad del rey Jorge III, y después la irrupción de los ideales y las elaboraciones conceptuales.
(En la parte no anglosajona del continente, por su parte, a pesar de que las jornadas independentistas también se libraron bajo el empuje subterráneo de los apremios económicos y sociales que acogotaban o preocupaban a la gente sencilla y a los sectores productivos criollos, siempre se trató de cubrir éstos con el manto de la política: a tono con la ética católica -con raras excepciones-, primero fueron la idealidad y la conceptualización, y luego el estallido de la revuelta y las demandas materiales).
El primer gran partido estadounidense (esto es, más o menos con las características que hoy conocemos) lo fue el Federal o Federalista, fundado en 1792 por Alexander Hamilton a partir del grupo de opinión que se había constituido años antes con el propósito de darle apoyo político a la administración de George Washington, y gobernaría como tal hasta la finalización del mandato del presidente John Adams (1797-1801).
La segunda gran organización política estadounidense lo fue el Partido Demócrata-Republicano, fundado por Thomas Jefferson también en 1792 (básicamente en razón de que aún siendo funcionario al servicio de Washington, tenía serias discrepancias con éste en varios aspectos del accionar gubernamental), y regentearía la rama ejecutiva de la cosa pública luego de Adams, cuando su creador (un erudito, pensador e inventor de gran calibre) fue elegido para el primero de sus dos mandatos presidenciales (1801-1809).
El Partido Demócrata, formado por Andrew Jackson y sus seguidores originalmente como una tendencia dentro del Partido Demócrata-Republicano opuesta a Jefferson y sus prosélitos, formalmente se fundó en 1832 (primera Convención Nacional) dotándose de una plataforma doctrinaria bastante progresista para la época, pero en términos generales era más representativo del conservadurismo (pese a que en su seno coexistirían diferentes corrientes de opinión en relación con los grandes temas que se debatían a la sazón) y sirvió de instrumento para la elección de su líder como presidente de Estados Unidos durante dos períodos (1829-1837).
Entre 1937 y 1864 el escenario político estadounidense estuvo dominado por los partidos Demócrata y Whig (este ultimo formado por los opositores de Jackson en 1833), aunque varios temas candentes -entre los que sobresalía el de la esclavitud- provocarían encendidos debates y fracturas en ambos: para el año de 1851 la división del segundo era ya un hecho y se veía venir la del primero. En 1854 el sector abolicionista de los whigs, junto a los demócratas radicales descontentos, fundarían el Partido Republicano.
En realidad, las discrepancias de visiones y apuestas por el futuro de la nación y del Estado patentes desde los primeros años de la Independencia, que en el decenio de los años cuarenta del siglo XIX ya se habían radicalizado al margen del partidarismo (la del Sur: agraria-esclavista, con sus matices y divisiones; y la del Norte: industrial-abolicionista, con ciertas malquerencias, pero más compacta), constituían el verdadero telón de fondo de todas aquellas confrontaciones políticas.
El Partido Republicano se estrenó como contendiente electoral en 1856 llevando como candidato al abolicionista radical John Frémont (consigna suya era: “¡Suelo libre, discurso libre, prensa libre, hombres libres, Frémont!"), pero sucumbió ante el candidato demócrata, James Buchanan: 48.25 por ciento de los votos contra 33.11 (un tercer candidato, el ex presidente Millard Fillmore, del anticatólico Partido Americano, obtendría el 21.53). En la campaña, el equipo de Buchanan arremetió contra Frémont imputándole representar todos los "extremismos": antiesclavista, católico, prosocialista, feminista y partidario del amor libre y la prohibición del alcohol. En el Norte y en el Este del país, no empece, se puso de manifiesto la fortaleza del nuevo partido.
En las elecciones de 1860 los demócratas participarían divididos: los del Norte postularon a Stephen A. Douglas, mientras los del Sur se abanderaron con John C. Breckinridge (para ese momento vicepresidente). El Partido Republicano presentó la candidatura de Abraham Lincoln, un abolicionista firme pero moderado. El Partido de la Unión Constitucional llevó un cuarto candidato: John C. Bell, ex dirigente whig. Cuando se contaron los votos, Lincoln obtuvo el 39.82 por ciento, mientras que Douglas fue favorecido por el 29.46 por ciento, Breckinridge por el 18.10 por ciento y Bell por el 12.62 por ciento. Los republicanos ganaron gracias a la división de los demócratas.
(De Lincoln hay que decir, además, que aparte de abolicionista, era fervientemente anticatólico, hasta el punto de que cuando fue asesinado en 1865 por John Booth -actor, “papista” y fanático prosélito del Sur- una de las versiones no oficiales le atribuyó responsabilidad en el mismo al Vaticano y sus representantes en los Estados Unidos. Empero, lo único que está documentado en este respecto es que autoridades del catolicismo les brindaron protección a por lo menos dos de los implicados en la trama que concluyó con el magnicidio del teatro Ford del viernes santo de 1865).
El partido que hizo posible la liberación de los esclavos fue el Republicano bajo el liderazgo de Lincoln (primer presidente electo en su boleta), y aunque en el Demócrata existía una pequeña corriente contraria (sobre todo en el Norte) la verdad es que éste encarnaba los criterios de los esclavistas. Las contradicciones entre éstos y los abolicionistas (llevadas al paroxismo al ser elegido Lincoln) fueron las que, primordialmente, provocaron el enconado y sangriento enfrentamiento entre estadounidenses conocido como la Guerra de Secesión (1861-1865).
En el siglo XX, uno de los más abiertos defensores del Ku Klux Klan (la siniestra secta político-ideológica xenófoba, antisemita y racista fundada en 1865 por veteranos sureños que abominaban del nuevo orden establecido y se dedicaron a perseguir, golpear y colgar a personas de tez negra) lo fue el presidente demócrata Woodrow Wilson (1913-1921), el mismo que ordenó la intervención militar en múltiples lugares de América -incluyendo la República Dominicana- y se vendió como exponente de un tendencia conceptual “progresista” identificada como el “idealismo wilsoniano”.
La posición conservadora de los demócratas empezó a ceder en la administración de Franklyn Delano Roosevelt (1933-1945): se adoptaron disposiciones que revolucionaron la vida social y económica, como el “New Deal” (programa intervencionista que reformó el mercado financiero, le brindó asistencia a los desempleados y reactivó el aparato productivo) y la “Wagner Act” (una ley de protección de los derechos labores y sindicales de los trabajadores). En las gestiones de Harry Truman (1945-1953) continuaría el acercamiento demócrata a las causas liberales, y fueron famosas sus defensas de las libertades civiles frente al Comité de Actividades Antiamericanas (un órgano de la Cámara de Representantes) y el inefable senador Joseph McCarthy (quien primero fue demócrata pero luego resultaría electo en la boleta republicana de Wisconsin entre 1947 y 1957).
Durante los gobiernos republicanos de Dwight Eisenhower (1953-1961) Estados Unidos se adentraría firmemente en la “Guerra Fría” -liquidando los remanentes de su antigua postura “aislacionista” en política exterior- y se acentuaría la “cacería de brujas” (1950-1956), proceso de investigación y persecución contra ciudadanos y empleados públicos -sospechosos de ser comunistas o colaboradores de éstos- empujado en sus últimos años por McCarthy.
En general, durante los decenios de los años cincuenta y sesenta importantes líderes demócratas del Norte y del Este fueron defensores de las libertades civiles: no sólo combatieron la discriminación racial sino que apoyaron las causas liberales (de los sindicatos, las mujeres, los jóvenes y las minorías). Sin embargo, es imposible olvidar que el más ruidoso adversario de la integración racial de la época, con posiciones similares a las del Ku Klux Klan, lo era el gobernador demócrata de Alabama, George Wallace, quien luego del atentado que casi le cuesta la vida en 1972 -y de su posterior acercamiento a la religión- terminaría modificando radicalmente su postura.
Con todo y esos cruces y entrecruces, no obstante, es necesario insistir en la idea original de estas notas: en tópicos como los que acabamos de mencionar y en otros de no menor importancia (los impuestos, la seguridad social o la política interior) en Estados Unidos usualmente ha habido una nítida distinción entre conservadores y liberales: los primeros son partidarios de políticas tradicionalistas, “duras”, individualistas, restrictivas, verticalistas o fundamentalistas de mercado, mientras que los segundos se pronuncian por acciones renovadoras, “blandas”, compasivas, abiertas, horizontalistas y de intervencionismo estatal.
Finalmente, en la segunda mitad del siglo XX estadounidense hubo un hecho correlativo innegable: los grandes “líderes emocionales” de las nuevas generaciones (o sea: los que inspiraron ideológica o conceptualmente a los jóvenes militantes) estuvieron alejados de las prédicas integristas de los republicanos y de los grupos conocidos como el “gobierno de las sombras”. Estos han sido los casos, por ejemplo, de Adlei Stevenson (1900-1965), John Fizgerald Kennedy (1917-1963), Martin Luther King (1929-1968), Malcom X (1925-1965), William Fulbright (1905-1995), George Mcgovern (1922-2012), Jimmy Carter (1924) o Bill Clinton (1946)… Pero esa, naturalmente, es otra historia, y tendrá que quedarse por el momento en el tintero.
(*) El autor es abogado y profesor universitario
[email protected]