Por Luis R. Decamps R. (*).- Aunque no hay una relación histórica de causa y efecto entre el espíritu de compasión (legado de la ética cristiana a la espiritualidad occidental, con sus bemoles y matices) y el liberalismo político (hechura fundamentalmente del iluminismo inglés y del enciclopedismo francés), ha sido casi una norma que los dirigentes o líderes partidistas adscritos a este último sean identificados con aquella postura frente al ser humano y la problemática que comporta su existir social.
En ese sentido, ha sido habitual que en los hechos los conservadores se diferencien de los liberales (a quienes consideran “teóricos” y “débiles”) en su actitud “práctica” y “viril” frente a los fenómenos existenciales (filosóficos, políticos, sociológicos o económicos) y, consiguientemente, desprecien o hagan objeto de burla la inclinación a la elaboración conceptual, la conmiseración y el humanismo que los segundos muchas veces exhiben en su accionar de cara a los mismos.
(No es nada nuevo, desde luego: se trata de un viejo dilema existencial, presente a lo largo de toda la historia humana, y como elemento referencial más o menos reciente talvez convenga recordar que la crítica al cristianismo de Friedrich Nietzsche -el ídolo filosófico de la “sociología del más fuerte”-, si bien comenzaba con el teísmo y los contornos sobrenaturales de la ideología religiosa, se extendía a tópicos de orden espiritual que tenían importantes implicaciones para la vida práctica: la imputación, por ejemplo, de que promueve una “ética de los débiles” y, por consiguiente, se sitúa de espaldas a las fuerzas y leyes de la naturaleza, que son el verdadero fundamento de la realidad).
La sociedad estadounidense ha sido uno de los espacios históricos en los que la discrepancia que entraña ese dilema se ha ha evidenciado con mayor singularidad, y no sólo porque es el país en el que el capitalismo y la sociedad abierta (creaciones fundamentalmente del liberalismo, con importantes aportes de los conservadores) se han desarrollado con particular plenitud, sino también porque sus instituciones políticas se han basado fundamentalmente (hay nubarrones de excepción) en el “libre juego” de las ideas y de las manifestaciones espirituales en general.
En el período histórico inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial (especialmente el de los inicios de una Guerra Fría que por momentos se “calentaba” y empujaba a muchos a echarse en brazos de la enérgica y “protectora” gendarmería política conservadora), una importante figura de la política estadounidense representó, con su particular enfoque de la realidad nacional e internacional, el espíritu compasivo de los nuevos demócratas humanistas: Adlai E. Stevenson (1900-1965), abogado, político, escritor y dos veces candidato presidencial.
Nieto del vigésimo tercer vicepresidente de los Estados Unidos (con su mismo nombre, entre 1893 y 1897), Stevenson nació en California pero casi toda su vida la hizo en Illinois, donde su familia prácticamente encarnaba al Partido Demócrata. Estudió en las universidades de Princeton y Northwestern, y ejerció la carrera de Derecho durante varios años en Chicago, destacándose por su capacidad como orador ingenioso y por la rigurosidad de sus alegatos jurídicos, antes de entrar al servicio público como asistente del secretario de la Armada (cargo que luego sería parte del Departamento de Defensa).
En 1945, mientras laboraba en el Departamento de Estado, estableció una estrecha relación con Eleanor Roosevelt (primera dama entre 1933 y 1945, y figura emblemática del liberalismo demócrata), sobre todo a propósito de los aprestos de creación de la ONU, y en 1948, con el apoyo de ésta y de importantes líderes partidarios, lanzaría su carrera política en Illinois aspirando a la gobernación. La resonante victoria que obtuvo (aventajó a su adversario con más de medio millón de votos) virtualmente le daría dimension nacional a su figura política.
En la Convención Nacional Demócrata de julio de 1952, a contrapelo de su negativa inicial a ser nominado y luego de dos votaciones frustradas, Stevenson sería elegido candidato presidencial, y pese a que tuvo como compañero de fórmula al segregacionista senador de Alabama John Sparkman, sus apelaciones al “debate inteligente”, sus pronunciamientos contra los manejos turbios de los políticos tradicionales y su defensa de las causas sociales y humanísticas lo convertirían en el líder emocional de gran parte de la intelectualidad liberal y la juventud estadounidenses de la época.
Considerado uno de los candidatos más cultos que han aspirado a la presidencia de los Estados Unidos (luego vendría George MacGovern, el senador de Dakota del Sur y abanderado demócrata de 1972, quien le disputaría la distinción), Stevenson no era nada populista (hasta se le acusaba de tener un “aire de intelectual aristocrático”) y confrontó dificultades de penetración en el electorado obrero debido a su formación cultural y a ciertos vuelos políticamente “iconoclastas” de su retórica: analistas de los años cincuenta sostenían que el gobernador de Illinois era un hombre “demasiado cultivado”, “de inteligencia superior” y con un estilo “excesivamente decente”, y que por ello mismo “no se parecía en absoluto al pueblo de los Estados Unidos”.
En bastantes sentidos, en efecto, Stevenson era lo que se llamaría un “teórico”, un pensador o -en la actualidad- un “pendejo", y no sólo por la densidad y la agudeza de su pensamiento sino también porque exponía sus creencias sin temores ni restricciones y se enfrentaba a los poderes establecidos -formales o informales- con cierto aire de candidez política que no ocultaba su mordacidad. No obstante, él no era propiamente un político liberal: como ya se ha sugerido, en realidad era un humanista crítico, y si bien demostraba ser progresista en los temas centrales del debate de su tiempo (sobre todo si se le comparaba con el liderato republicano de entonces), en algunos tópicos podría ser considerado un conservador racional.
Una anécdota es ilustrativa de la personalidad de Stevenson: en la campaña electoral una señora se le acercó durante un mitin y, entusiasmada, le dijo: “Gobernador, creo que toda la gente con cerebro va a votar por usted”. Stevenson, cariacontecido, le respondió: “Perdóneme, señora, pero me temo que eso no es suficiente: necesito a la mayoría”. En las elecciones de noviembre de 1952 resultaría derrotado por el abanderado republicano, Dwight Eisenhower (55.2 por ciento contra 44.3 por ciento de los votos populares), el prestigioso ex general de cinco estrellas que había sido comandante supremo del Frente de Europa Occidental de los aliados en la Segunda Guerra Mundial. En 1953, en el cenit de su credibilidad intelectual, Stevenson sería elegido miembro de la Academia Americana de Artes y Ciencias.
En 1956 nuevamente sería el pretendiente presidencial del Partido Demócrata, y aunque la candidatura reeleccionista de Eisenhower se decidió después de ciertas dudas sobre la salud de éste (había sufrido un ataque cardíaco en septiembre de 1955), la victoria republicana sería aún más contundente: 57.4 por ciento contra 42 por ciento de los sufragios. La popularidad de Eisenhower y la buena marcha de la economía nacional influyeron notablemente en estos resultados. Además, en la campaña electoral importantes personalidades liberales se distanciaron de Stevenson porque, en un esfuerzo por ganar votos conservadores del Sur, no abordó con suficiente firmeza algunos temas relativos a los derechos civiles de las minorías y al control corporativo del Estado.
En la convención demócrata de 1960, aún contando con apoyo en las bases y en el sector partidario que operaba alrededor de Eleanor Roosevelt, no compitió formalmente y su precandidatura se formalizaría tímidamente una semana antes del evento. En las primarías participarían los senadores Hubert Humphrey (de Minnesota), Lyndon Johnson (de Texas), Wayne Morse (de Oregon), Stuart Symintong (de Missouri) y John F. Kennedy (de Massachussets). Como se sabe, este último (que fue respaldado por muchos de los antiguos seguidores de Stevenson) resultó nominado candidato presidencial del Partido Demócrata, y en las elecciones de noviembre vencería por muy escaso margen al candidato republicano (49.7 por ciento contra 49.6 de los votos populares), el vicepresidente Richard Nixon.
En la nueva administración de demócrata, Stevenson sirvió como embajador ante la ONU, y en abril de 1961 sería protagonista de un amargo episodio político y personal: afirmó públicamente que el gobierno de los Estados Unidos (en este caso la CIA) no había tenido ninguna participación en la formación de las milicias anticastristas y en su desembarco en Cuba por la bahía de Cochinos. La administración Kennedy no lo había informado debidamente al respecto, e hizo un “papelazo” frente a la opinión pública nacional e internacional. Ante esta humillante situación, decidió renunciar de su puesto en la ONU, pero finalmente fue persuadido por amigos y miembros del equipo presidencial para que no lo hiciera.
En la “crisis de los misiles” de octubre de 1962, Stevenson desempeñaría un rol crucial para la defensa de los intereses de su país y la preservación de la paz mundial. En una de las dramáticas sesiones convocadas por el presidente Kennedy a los fines de procurar ideas para adoptar una decisión sobre el curso de los acontecimientos, el ex gobernador de Illinos asumió una postura prácticamente contraria a la de todos sus compañeros de la Casa Blanca, que se decantaban por una “repuesta dura y contundente” contra la URSS. “Alguien tiene que tener la valentía de ser el cobarde en esta junta”, dijo, y se pronunció a favor de una política de “ceder y negociar” que lo malquistó momentáneamente con todos, pero que luego se develaría como correcta. Este abordaje del asunto sería publicitado por un periodista como “La paradoja Stevenson”.
Más aún: a despecho de ese planteamiento, el día 25 de ese mes se enfrentaría ácidamente con el embajador de la Unión Soviética, Valerian Zorin, en una reunión de emergencia del Consejo de Seguridad de la ONU. En medio de un acalorado debate, el diplomático estadounidense conminó al soviético a que dijera si era cierto o no que su país estaba emplazando misiles en Cuba. Zorin le contestó que él no estaba en un tribunal norteamericano para responder como si se tratara del interrogatorio de un fiscal. “Usted está en estos momentos en el tribunal de la opinión pública mundial -le espetó el estadounidense-, y puede responder si o no”. Cuando el enviado soviético replicó que daría la respuesta “a su debido tiempo” y que no hablaría más, Stevenson pronunciaría una frase que pasaría a la historia: “Estoy dispuesto a esperar por su respuesta hasta que el infierno se congele”.
Stevenson desempeñaría el puesto de embajador de su país en la ONU hasta el día de su muerte, acaecida repentinamente en Londres el 14 de julio de 1965 como consecuencia de un ataque al corazón, y aunque hay quienes no le perdonarían su lealtad al presidente Lyndon Johnson en medio de los grandes debates que sacudían a los Estados Unidos en la época (las libertades civiles, la guerra de Vietnam, las confrontaciones incruentas con la URSS, etcétera), no hay dudas de que fue uno de los grandes exponentes del humanismo político en los Estados Unidos.
De Stevenson se ha dicho, con bastante certidumbre, que cambió la forma de hacer campaña política en la sociedad estadounidense, pues obligaba a sus adversarios a exponer con claridad su plataforma programática -limitando su capacidad de maniobra demagógica- y a hacer uso de la razón y la argumentación de fondo en procura de legitimar sus aspiraciones. Una frase suya resume la visión que tenía del mundo y del devenir de la raza humana: “Sólo podremos trazar clara y sabiamente nuestro futuro si conocemos el camino que ha conducido hasta el presente".
(*) El autor es abogado y profesor universitario
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