El contenido de las programaciones televisivas está clasificado de acuerdo al público que vaya dirigido. Por eso, antes de iniciado un programa, serie, animado, novela o película se exige la especificación delos receptores para quienes se difunde, tomando en cuenta las edades. Cada país usa su propio paradigma, pero todos en esencia son los mismos.
En República Dominicana hay cinco clasificaciones: A (todo público), B (mayores de 14 años), C (mayores de 16 años), D (mayores de 18 años) y R (mayores de 22 años). Cada una de éstas también tiene un horario permitido de difusión, pero la asignación de clasificación yel horario son normas que se respetan a medias por los medios.
Así no es difícil encontrarse contenido D en horario de A; programas R en tiempos de B. El Reglamento 824 es el que regula la difusión de contenido mediático, pero sus medidas son anacrónicas y no se ajustan a la actualidad porque tiene más de medio siglo sin ser modificado.
Y como las medidas no son pragmáticamente aplicables, queda a la ética y moral de los emisores, directores y dueños de medios masivos la regulación del contenido. Es una consideración muy subjetiva que, en la mayoría de los casos, está subordinada por lo económico.
Pero lo que motiva este artículo no es la moral de las marcas locales, sino lo que se transmite. Por ejemplo, Los Simpsons, Futurama, Los Reyes de la Colina (King of the Hill), Padre de Familia (FamilyGuy) y El Show de Cleveland (The Cleveland Show) no son animados para contenido infantil ni adolescente, pero son consumidos por ellos.
Esas creaciones fueron concebidas con la idea explícita de satirizar la sociedad norteamericana con pinceladas de humor negro. En todos esos “muñequitos” predominan los estereotipos, los insultos, el machismo y las acciones ilegales.
Homero (Los Simpson), Hank Hill (Los Reyes de la Colina) y Cleveland Brown (Cleveland Show) son las figuras principales de sus respectivas series con características comunes: hombres de figura descuidada, de malos hábitos alimenticios, únicos proveedores del hogar –contrario a la realidad americana-, machistas por herencia y más atentos a complacer el morbo que fundamentar sus relaciones familiares.
Por el otro lado están las esposas Marge Simpson (Homero), Peggy Reyes (Hank) y DonnaBrown (Cleveland) que representan la tradicional mujer abnegada, dedicada exclusivamente al cuidado de la casa, sin profesión, sin metas más allá de limpiar el baño, cocinar o corregir los malos hábitos de los hijos, apoyados por los “hombres de la casa”.
Luego siguen los hijos. Sin importar las series, responden a los mismos patrones de rebeldía, estupidez expresa y, para equilibrar, el típico estudiante meritorio o meritoria (Lissa Simpson) con baja popularidad entre sus semejantes. Irónicamente pasa lo mismo en Springfield, Los Ángeles o una ciudad ficticia como Arlen: los hombres salen a beber cerveza, las mujeres a condicionar la casa y los niños quedan expuestos a los factores externos que involucran travesuras, por ser conservadores.
Desmenuzar cada una de esas series solo evidenciaría que no fueron creadas para consumo infantil. De hecho, en Estados Unidos, que es de donde provienen, no se pueden difundir antes de las 9:00 de la noche, cuando se supone los más pequeños de la casa duermen.
Eso no pasa en Dominicana. Futurama, Los Simpsons y Los Reyes de la Colina se difunden de 5-7 de la tarde, horas de mayor consumo mediático infantil que es cuando usualmente ven –absorben- televisión después de hacer las tareas.
Justo entre esas horas es que los padres salen desde sus trabajados porque, a diferencia de los animados mencionados, las dos figuras principales del hogar deben trabajar para poder mantener una vida medianamente digna.
Entonces, ¿quiénes acompañan a esos niños y niñas cuando están frente al televisor? Usualmente tienen entre sus manos un dispositivo electrónico (celular, iPad, Tablet, laptop, computadora) que también son usados sin ninguna supervisión. De hecho, los manejan para empaparse más de lo que reciben de esos animados, contenidos no aptos para ese público.
Por eso no ha de extrañar que un infante de cinco años pronuncie una palabra obscena y los adultos se pregunten de dónde la aprende; o intenten golpear a sus semejantes sin mediar palabras; beban alcohol, intenten fumar tabaco procesado y otras cositas que, aunque suene utópico, suceden.
Sería mucho esperar que esos animados sean editados previa difusión, o que las plantas televisoras decidan no difundirlos a horas impropias porque la rentabilidad les garantiza el cuadre del negocio. Tampoco impedirle al infante consumir eso sería solución porque lo prohibido atrae y, de no verlos por la televisión, lo buscarían en la Web.
La salida más racional que surge es la de que los tutores propongan otros animados cuyo contenido sea edificante, pero tomando el tiempo para verlos junto al niño o niña y destacando las acciones positivas de los personajes. Eso creará un lazo que minimizará el impacto de los animados D en el desarrollo psicosocial del público A.
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