Por David La Hoz
Lo más granado de la judicatura francesa no se ruboriza al afirmar que su sistema de administración de justicia funciona debido a lo que llaman “el deber de ingratitud del juez” frente a aquellos que lo seleccionaron para tal posición.
De su lado, la judicatura italiana se aferra a los valores y principios de la Constitución Italiana; en Alemania, la judicatura, el profesorado, el abogado, entienden que el valor justicia es el principio que sostiene todo el sistema democrático. La pregunta del millón consiste en determinar si dichos razonamientos aplican para la sociedad dominicana, la respuesta es a todas luces negativa pues en la República Dominicana el sistema de partidos políticos copa toda la vida institucional del país, no en sentido institucional sino en sentido personalista y perverso. De modo que los partidos hegemónicos controlan todas las esferas del poder estatal, la justicia incluida, por lo que hablar de imparcialidad e independencia de los jueces es pura pamplina. Esto así porque los caudillos políticos junto con los poderes faticos recelan de todo aquel que debido a sus funciones, posea alguna cuota de poder, los jueces son los más castigados, los 15 años que lleva en discusión la ley de partidos políticos así lo atestigua: no se quiere delegar en los jueces el determinar si existe democracia a lo interno de los partidos políticos, la forma en que administran los cuantiosos recursos estatales y privados que colectan en las campañas electorales, la forma en que se vinculan y sirven a los poderes nacionales y transnacionales, el cómo golpean a los adversarios, cómo premian y cómo castigan, etc.
Otro buen ejemplo de lo que decimos lo constituye la puesta en funcionamiento del defensor de pueblo, este mecanismo debió esperar más de una década luego de la aprobación de la ley y del mandato constitucionalmente establecido, hasta que el sistema de partidos encontró el momento adecuado para colocar allí a una figura acostumbrada a plegar sus principios ante los poderes de la partidocracia, es decir hasta encontrar una representación incapaz de aplicar el principio de ingratitud. De ahí el sabor agridulce que tiene en nuestro país la defensoría del pueblo.
Cuando se quitó a los senadores la capacidad de escoger los jueces se habló de salto cualitativo de la judicatura, el tiempo transcurrido desde entonces muestra que la transferencia de poder pasó directamente a los partidos políticos en la persona de sus jefes, éstos deciden debido a la mayoría que poseen en el Consejo de la Magistratura y de ahí al Consejo del Poder Judicial, por tanto, la independencia es un mito y la imparcialidad una prenda escasa. La seguridad jurídica no existe pues para los jueces y fiscales mucho menos para la ciudadanía.
Muchos se hicieron ilusiones con los cambios operados luego de la promulgación de la ley orgánica del Ministerio público pero pronto quedó claro que dicho mecanismo no era más que una máscara donde se esconderían las más bajas pasiones de la partidocracia. Desde entonces el brillo de ser fiscal desapareció bajo el molino de la Escuela del Ministerio público y el Consejo del Ministerio Público, pululan los fiscales contratados mientras los de carrera solo lo son mientras obedecen líneas. Claro con vulgares maltratos, desconsideraciones y violaciones de derechos sistematizados. De ahí las huelgas de fiscales que se han iniciado y amenazan con extenderse hasta convertirse en pan nuestro de cada día sin que a la partidocracia le importe.
Lo anterior prueba que aunque el deber de ingratitud no cuente con terreno fértil en la mentalidad de caudillos y de los poderes fácticos, su pertinencia es urgente. Necesitamos más Rafael Ciprian, más jueces dispuestos a renunciar hasta dejar solo a la cúpula que le hace el juego desde el Consejo Judicial y en el del Ministerio Público. La sociedad misma tiene que luchar por una diáfana administración pública so pena de ver colapsado el sistema democrático pues una democracia con la justicia amordazada, plegada y servil no conviene ni siquiera a la propia partidocracia. Pues, además, debemos decirlo: el pueblo espera una justicia a la altura de los tiempos, a la altura del desarrollo alcanzado por la nación. La gente siente cada vez con mayor énfasis que justicia retardada es justicia denegada, que jueces complacientes no los quiere nadie, se busca un juez honesto y un sistema que lo proteja de la partidocracia y de los poderes faticos.
No sabemos cuando el país, la nación y el pueblo, tendrán justicia real, lo que sí sabemos es que debemos llegar a ella respetando los lineamientos legales para promoción y para sanción pues no pueden ni deben continuar los traslados arbitrarios y las cancelaciones injustas de jueces y fiscales solo porque no acataron líneas bajadas desde las alturas del poder.
Es cierto, tenemos una nueva generación de abogados cuyos principios dejan mucho que decir, tenemos una generación que tiene más de cabilderos que de reales litigantes. Pero aun en tales circunstancias la profesión misma y la justicia toda deben procurar mejoría pues si la superestructura falla, fallará todo el sistema, y seguiremos cabalgando hacia el Estado Fallido. Es eso lo que está en juego y es lo que se debe evitar. Puesto que no debemos olvidar que tenemos una constitución basada en normas, valores y principios, es decir, el maquiavelismo ha quedado superado en teoría y en la práctica. DLH-24-9-2014