Antaño un ladrón era un ladrón, la gente le sacaba el cuerpo, vivía y moría sin ninguna gloria (menos los adláteres del tirano de turno), nadie compartía con él, pues lo más sagrado era preservar el buen nombre, las virtudes y el legado moral. Antaño, los ladrones se contaban con los dedos de las manos (y sobraban dedos). Pero hoy abundan tanto que te los encuentras en todos lados como políticos, funcionarios y “emprendedores de éxito”, y hasta se acercan a uno con el clásico” “¿cómo tú ves la cosa?”. Y la gente los saluda como “”don”, “señor” y “usted”. Y ellos, fragantes, liberales y alegres, siempre sonríen.