Los dominicanos hemos sido objeto de discriminación y violación de nuestros derechos humanos en Estados Unidos, en países de Europa, Puerto Rico y otros lugares. Esa discriminación ha sido por razones raciales, sociales y culturales. En otras palabras: se nos ha discriminado por negros, pobres y mal educados.
Esa discriminación hacia nuestros hermanos dominicanos en el exterior se produce regularmente por ciudadanos de esos países. En ningún caso se percibe, por lo menos en las últimas décadas, que las naciones del mundo procuran respetar convenios y tratados internacionales en materia de derechos humanos, como una conducta de Estado.
Contrariamente, la discriminación y violación de derechos humanos que se registra en República Dominicana –en desmedro de ciudadanos de ascendencia haitiana– proviene desde poderes del Estado (no es simplemente de ciudadanos dominicanos), como son los casos del Tribunal Constitucional y la Junta Central Electoral.
Es la razón por la que desde el exterior se percibe como una persecución del Estado dominicano, lo que motivó al presidente Medina, de forma inteligente, a idear la Ley de Regularización, que en cierta medida ha salvado al país de sanciones y condenas mayores.
Y es que la sentencia 168-13 del TC está llena de irregularidades. Violenta el Art. 110 de la Constitución vigente, que establece la irretroactividad de las leyes, pues el Art. 11 de la carta magna anterior, es decir, válida hasta el 25 de enero de 2010, define con claridad la nacionalidad dominicana. El TC, sin embargo, se valió de retorcimientos jurídicos y groseras manipulaciones, aspectos comprobados y rechazados por los expertos de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos.
Pero el TC, con la 168-13, simplemente otorgó validez a las violaciones que hace tiempo comete la Junta Central Electoral (de forma particular su presidente, Roberto Rosario), que, mostrando evidentes prejuicios hacia ciudadanos de color negro, asesinó civilmente a cientos de miles de dominicanos, a tal punto que hoy ocupamos el quinto lugar del mundo en registro de personas apátridas.
Y la sentencia de la CIDH sólo procura que se corrijan esas violaciones, sin pretender afectar la soberanía nacional, como alegan algunos “patriotas”. “Patriotas” extremistas y tremendistas, que siempre han hablado de un supuesto plan internacional para fusionar las dos naciones que ocupan la isla Hispaniola.
Y todos aquellos que abogamos por el respeto a nuestras leyes y a los derechos humanos, indistintamente de ascendencia y color de la piel, se nos acusa de estar en contubernio con potencias extranjeras y organismos internacionales que tienen por objeto la unificación de la isla.
No conozco en el ámbito local a ninguna ONG ni a partido político que enarbole esa idea, que más que solucionar el problema lo que haría es agravarlo, por razones históricas.
De lo que se trata es de reconocer humildemente las violaciones a derechos elementales de dominicanos de origen haitiano y de ciudadanos haitianos que viven en el país, sin estar apelando a sentimientos patrióticos que nunca en la vida usted ha llevado a la práctica, cuando ha correspondido defender el interés nacional ante empresas transnacionales y ante otros acontecimientos políticos que se han registrado en el país.
Ahora exhiben “nacionalismo” ante la supuesta amenaza de Haití, un pueblo miserable y cayéndose muerto.
Lo que procede es que República Dominicana acate la última sentencia de la CIDH. La arrogancia y la conducta desafiante constituyen un desatino. ¿Contando con qué? Medidas económicas desfavorables podrían ser la próxima respuesta.
Basta con que Estados Unidos y Haití, los principales dos destinos de nuestras exportaciones, decidan no comprar los productos dominicanos.