Cuando los reyes católicos propiciaron la unión de sus reinos, y desde la deprimida Corona de Aragón se alentó la asociación con la incipiente Corona de Castilla, los consejeros de Barcelona de esa época, enviaron una carta a sus homólogos de Sevilla, donde decía: “ahora todos somos hermanos”.
Por Augusto Manzanal Ciancaglini (Politólogo)
Hoy la dicotomía se expresa, por un lado, con un gobierno de España que representa ese heredado menjunje formado por el autonomismo excluyente de los Austrias y el atávico centralismo borbónico, cuya torpeza se exterioriza en una inmovilidad crónica. Enfrente aparece un gobierno de Cataluña que representa a esa parte de la elite que juega con la enseña de la ambigüedad interesada del oportunismo desde hace más de 5 siglos y que hoy se condimenta con una especie de mesianismo enceguecido, alimentado por un emocional motor popular.
Los independentistas no reflejan una mayoría, por ende, desde términos jurídicos, un referéndum o una secesión debería ser prácticamente imposible, pero políticamente la presión que implican más de 2 millones de habitantes insatisfechos e instrumentalizados por sus representantes, es algo que ineludiblemente se debe resolver.
Aun reconociendo la importancia y los muchos evidentes éxitos de la transición, ninguna creación institucional se puede sacralizar hasta los límites de que desemboquen en una inmutabilidad absoluta. Tarde o temprano tendrá que haber una reforma constitucional que reestructure la asimétrica ordenación territorial de España que se ha desarrollado muchas veces mediante parches, y esto va más allá del encaje de Cataluña. España es todavía un proyecto moderno dentro de una Europa cada vez más integrada, que se nutre de las diferencias para seguir consolidando una democracia que atraviesa culturas y fronteras para comenzar con lo básico: los individuos; donde ninguna bandera puede primar sobre la libertad.
Más allá del traspaso de instituciones estatales a Barcelona, la mayor descentralización de competencias en una federación definida, la intensificación del flujo de intercambios y la reformulación del sistema de partidos, es primordial también hacer hincapié en la desconcentración y descentralización en beneficio del ámbito municipal, materializado en mayor autonomía y recursos para facilitar una gobernanza más eficiente del nivel local.
Son tiempos que requieren una grandeza política que parece manifiestamente ausente, por lo que las esperanzas recaerán en el impulso de responsables intelectuales internos y externos de los engranajes estatales, para superar los remiendos superficiales y poder cerrar el círculo que permita mirar hacia adelante.
Las crisis económicas, con los consiguientes surgimientos de populismos, nacionalismos y demás religiones políticas, son sin quererlo fermento del progreso. Las equivocaciones y sus emociones emanadas se contestan con la razón y con los contestados como partícipes, ya es hora de responder aquella carta de los consejeros del siglo XV para poder responder al futuro.