Era una selva de gladiolos gigantes, cayenas colosales y lirios como palmeras, y la yerba era un “trigal” que copaba el horizonte sin fin. La pileta era el Atlántico, y la zanja que la alimentaba el Amazonas. El niño imitador de Dios, tendido de panza, era omnipotente, omnipresente y omnisapiente. Las hormigas transitaban compartiendo la buena nueva de algún insecto grande ajusticiado, o el hallazgo de una azucarera abandonada, y levantaban sus rostros hacia El, suplicando bondad. Pero en eso….. ¡tituá!….. Y escuchó una voz más poderosa que la suya: “¡Levántese, cochino, que usted no es el que lava!”. (Sí, "Dios" era imperfecto. Lo constataba tristemente mirándose el ombligo).