Por Luis R. Decamps R. (*)
Tal y como esperaba el grueso de los observadores políticos del país, el ex presidente Hipólito Mejía (cuya propensión a hablar con soltura en público ha hecho que mucha gente ignore u obvie su amplia y demostrada experticia en el manejo de las expectativas internas) acaba de lanzarse al ruedo en procura de obtener la candidatura presidencial por el aún orgánica y conceptualmente difuso Partido Revolucionario Moderno (PRM).
(La reacción general ante el anuncio en el sentido reseñado ha resultado hasta el momento bastante curiosa: todos estamos esperando los brotes de algarabía y reafirmación de respaldo de los numerosos y conocidos prosélitos del carismático líder de Gurabo, sus opositores internos apenas se han atrevido a insinuar la avinagrada resignación de las buenas novias plantadas en el atrio, y desde la acera partidista del frente -esto es, el PLD y su bloque- extrañamente se ha dado la callada como respuesta… Si algo no huele raro en Dinamarca, tampoco se olfatean fragantes los efluvios).
La decisión, valga la insistencia, no causó sorpresa entre los estudiosos de la fenomenología política vernácula, pero no por ello la misma deja de ser una apuesta audaz y potencialmente riesgosa tanto en lo atinente a la unidad interna del PRM (dados el nivel de fanatismo que siempre acusan las simpatías políticas entre los dominicanos y la consabida tendencia a la fragmentación de los perredeístas que ahora militan en este último) como en lo que pudiera concernir a la imagen histórica postrera de Mejía.
De entrada, naturalmente, conviene no perderse en la “fumata bianca”: si bien “habemus PRM” con la presencia y la capacidad de convocatoria social que le tributa el cambio de residencia orgánica de la mayoría de la militancia del PRD y con la santificación de los aliados en la sociedad civil de sus más descollantes cabecillas, es notorio que la nueva organización presenta en términos prácticos y de estrategia -como toda entidad política que surge de una división fundada en intereses grupales y no en ideas o programas- múltiples y ostensibles porosidades cuyo correcto abordaje constituye un desafío de no escasa monta de cara al proceso electoral del próximo año.
En efecto, el PRM, a despecho de lo que se suponía en virtud de la veteranía y la inteligencia de buena parte de su alto liderato, todavía luce empantanado en confusos zafarranchos de combate interior, y -por ello mismo- sigue exhibiendo las mismas debilidades con las que nació: imagen pública de “fracción” y no de totalidad partidaria, falta de definición estructural, amenaza de choque generacional a todos los niveles, dispersión de autoridad, ausencia de un discurso coherente, lógica de operación grupal, proclividad al caciquismo funcional (casi todas sus puertas institucionales permanece cerradas desde adentro con pestillos alemanes) y -acaso lo más peligroso- riesgo de escisiones o deserciones locales debido a las candidaturas congresuales y municipales por falta de un protocolo de elección que garantice conjurar semejantes eventualidades.
Por supuesto, en similar respecto tampoco se puede ser más cegato de la cuenta e ignorar lo que late en el fondo: el “pecado original” del PRM, desde el punto de vista de la estrategia política y de la viabilidad del proyecto electoral que encarna, reside en la singularidad de su liderazgo, que aunque en principio se intentó vender como múltiple, plural y con posibilidades de experimentar mutaciones evolutivas, a la larga ha devenido simplemente bicéfalo en el peor de los sentidos posibles: no parece tratarse de las tradicionales articulaciones grupales o sectoriales que han caracterizado siempre a los partidos grandes sino, por desventura, de dos cabezas -con racionalidad, intereses y direcciones contradictorios- para un mismo cuerpo institucional.
La cuestión, más allá de todo arrebato de fementida inocencia y de toda gárgara retórica, es, pues, tan elemental como se pergeña a simple vista: en el seno de la susodicha entidad partidista hay dos liderazgos esenciales que aún sólo caminan por sendas paralelas (los del ex presidente Hipólito Mejía y del licenciado Luis Abinader, que hasta hace poco cabalgaban en iguales terrenos a la grupa de las mismas monturas), pero que podrían hacerse polares y excluyentes entre ellos (porque procuran exactamente lo mismo: la nominación presidencial) en la medida en que terminen de motorizarse los aparatos que les sirven de vehículos de promoción a sus cometidos y, subsecuentemente, éstos se transfiguren en “innegociables” para ambos bandos.
El asunto es que la posibilidad de que las cosas se presentan de ese modo en el PRM resulta ya omnipresente tras el anuncio de Mejía, y constituye a vista de ojos una verdadera amenaza de desmadre en direcciones focales: por la disgregación de esfuerzos que supone (en una coyuntura política que reclama a gritos la unidad de la oposición) y porque reeditaría la vieja historia del PRD en otros escenarios y circunstancias: nadie ignora que la manzana de la discordia en éste siempre lo fue la candidatura presidencial, por lo cual se cae de la mata que la única y verdadera garantía de que no resulte así en el nuevo partido consiste en que uno de los dos grandes líderes se muestre dispuesto a sacrificar sus aspiraciones, sea o no por conducto de la sanción democrática de las bases… Y esto justamente es lo que va pintándose enrevesado.
Es difícil abdicar para Abinader porque, al margen de las opiniones de la gente que está involucrada en su proyecto presidencial, en el año 2012 resignó generosamente sus aspiraciones en favor de las de Mejía y -claro está- ahora esperaba cierto nivel de reciprocidad de parte de éste (una candidez, sin dudas, aunque situada dentro de la mejor tradición del compañerismo), pero también porque los muestreos y las investigaciones de opinión indican que su posicionamiento actual tanto entre los militantes del PRM como dentro del electorado nacional es más favorable que la del ex mandatario… No es normal ni lógico que un precandidato en estas condiciones (esto es, siendo el líder con mayor nivel de preferencia y menor tasa de rechazo) le ceda deportivamente su espacio coyuntural a otro.
Es igualmente difícil renunciar para Mejía porque -pese a lo referido precedentemente- es aún el líder del PRM de mayor gravitación nacional, conserva una gran parte de su ascendencia socio-política y, como sabe todo el que lo conoce mínimamente, él siempre se ha debido a su “equipo” (y no hay dudas de que tiene uno de “grandes ligas” y con pleno convencimiento de sus conveniencias de todo tipo), pero también porque, como es harto sabido, habitualmente en el quehacer partidarista (aunque no sea exactamente como en la teoría de los “jarrones chinos” de Felipe González) los candidatos jubilados terminan siendo peso muerto y, en consecuencia, posibles blancos -con razón o sin ella- de los malabarismos y prestidigitaciones cíclicos de los gobernantes de turno para simular que promueven la lucha contra la corrupción.
Desde luego, si ninguno de los dos grandes líderes del PRM resigna en lo inmediato sus aspiraciones (y todo indica que así ocurrirá) serán los dirigentes y militantes quienes tendrán la última palabra, y el método que se utilice para hacerla valer, la selección que realicen y los resultados finales de las elecciones nacionales podrían determinar el futuro inmediato tanto de la entidad como de aquellos: por donde quiera que se aborden, lucen retos de vida o muerte (aún sin considerar la posibilidad de que desde el PRD se aplique una “táctica de ambulancia” -saliendo a “recoger los heridos”- al finalizar al proceso de escogencia de los candidatos congresuales y municipales del nuevo partido), y se requerirá de mucho espíritu unitario, suprema moderación conductual y plena conciencia civilista para superarlos.
(Si se concretizan las mencionadas perspectivas, hay que dar por descontado que en el PRM habrá que efectuar un proceso orgánico de elección -primarias, convención por delegados o cualquiera otra modalidad- para definir la nominación presidencial, pues las encuestas nunca han sido métodos adecuados, pulcros y transparentes para seleccionar candidatos, y debe entenderse que la aceptación original de este procedimiento por parte de Mejía y su grupo partió de la presunción -llena de certidumbre en su momento- de que el liderazgo de éste se mantendría incólume y no tendría dificultades para aparecer puntero con relación a Abinader en los estudios de opinión… Como los hechos han desbordado sus expectativas, se ha impuesto el cambiazo).
Ahora bien, independientemente de lo que se ha afirmado arriba, el proceso de marras aparenta más crucial y terminante para Mejía que para Abinader, y no sólo por la avanzada edad del primero sino también por las particularidades que en estos instantes exhibe su liderazgo: a contrapelo de que se trata de una figura con bastante peso específico en la sociedad dominicana, una derrota suya dentro del PRM (que, desde luego, a la altura de enero de 2015 no es pronosticable debido a su carisma y a la demostrada capacidad de su equipo para agenciarse apoyos internos por vías virtuosas o no) podría resultar definitivamente catastrófica para este tramo estelar de su carrera política y dañar considerablemente su imagen histórica… Este, obviamente, no necesariamente sería el caso de Abinader.
(La verdad sea dicha: Mejía ha sido un “amado de los dioses” sin tributo fúnebre, puesto que luego de ser desplazado del poder en 2004 en medio de un descrédito generalizado -un tercio por comisión y dos tercios por inducción- y verse obligado desde 2006 a ceder el liderazgo del PRD al ingeniero Miguel Vargas -quién en su ciclo cenital lo redujo hasta un nivel no superior al 5 por ciento de las simpatías internas-, logró recuperarse hasta imponerse a éste en la convención de 2011 y terminar en 2012 disputándole la presidencia de la república -con más el 46.95 por ciento de los sufragios- al hoy Primer Mandatario, el licenciado Danilo Medina… Es una hazaña política sólo consumada por los grandes líderes del devenir universal).
En adición a ello, hay actualmente quienes dudan de que una victoria interna de Mejía en el PRM garantice plenamente la cohesión partidista (se recuerda que en 2012 -sin importar las razones- ni consiguió un pacto interior efectivo con el ingeniero Vargas ni impidió que éste influyera en su derrota) y la sumatoria de aliados externos (clave, junto al aparato clientelar, de las victorias peledeístas) que son imprescindibles para enfrentar exitosamente a sus antagonistas nacionales. Y si esa presunción se erige en realidad y resulta perdidoso en las venideras elecciones, entonces el panorama para el ex mandatario sería aún menos bonancible desde el punto de vista de la Historia: añadiría una más a su cadena de derrotas y, probablemente, su silueta como político y estadista sufriría estropicios irreparables… Este tampoco sería el caso de Abinader.
De manera, pues, que se ha de suponer que Mejía -asumiendo como falsa la ausencia de vocación histórica que le atribuyen sus adversarios- habrá cavilado en torno a la conveniencia o no de su precandidatura presidencial en esta etapa otoñal de su existencia y primaveral de la del PRM, y en especial en lo atinente a la evidente tensión entre su imagen histórica y las eventuales derivaciones de su postulación no exitosa. Y si por casualidad no lo ha hecho, sería muy de lamentar: él es un líder formidable y un repúblico de altos quilates, y resultaría penoso que no le sea favorable el juicio de la posteridad por mera incomprensión de la coyuntura o, si juzgamos en función del ladino discurso de algunos de sus colaboradores, por cualquier otra razón realmente inconfesable… Claro, nada de esto sería nuevo en el laborantismo político: sólo se afirma desde aquí que devendría deplorable, muy deplorable.
(*) El autor es abogado y profesor universitario
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