Para 1973 un asalto en un banco sueco generó una reacción confusa para los policías que intentaban rescatar a los rehenes; las personas en secuestro, en vez de propiciar el arresto del criminal, lo protegieron. Un año después pasó algo similar en California con la hija de un magnate, que después de ser secuestrada se unió a sus perpetradores en el asalto a un banco. A esa reacción de las víctimas que desarrollan una relación afectiva con sus victimarios se le llamó Síndrome de Estocolmo, un término adoptado por el psiquiatra NilsBejerot.
Hoy, después de cuatro décadas, extrapolo el fenómeno en esta media isla para analizar lo que sucede en una sociedad miope de justicia y hambrienta de equidad. No se trata directamente de un secuestro o una acción similar, más bien es complicidad indirecta, apoyo por necesidad, omisión por desaliento oficial.
Es de conocimiento público el alcance que tiene el micro y macro tráfico de la droga en todos los sectores, estratos y personajes sociales. No importa si luce harapos o traje, si vive a la intemperie o en mansión, si se alimenta de las sobras o es quien las arroja, las sustancias controladas parecen no tener control y eso genera reacciones socioeconómicas de confabulación.
Como los gobiernos centrales y locales no cumplen con la cuota de responsabilidad social que les toca, las personas sin posibilidades de la mínima supervivencia buscan de terceros el silencio de la sinfonía intestinal que interpreta el hambre. Todo motivado por el desempleo estacionario, energía cara y deficiente, alimentos en aumento de precio sin control, medicamentos por las nubes, agua contaminada y, lo más importante, una falta de liderazgo de una clase política que ha demostrado ser trapecista de la corrupción y malabaristas de la impunidad.
Entonces surge lo que he denominado “caudillo moderno”, personas que por su alto poder adquisitivo se convierten en mesías de esas comunidades, en la mayoría de ocasiones pobres y donde no alcanza el manto gubernamental. Pero el problema no está ahí, sino en que por lo regular, esa deidad humanizada está estrechamente relacionada con actividades ilícitas, específicamente el comercio de drogas.
Ese personaje es el que le regala la funda de comida a la anciana cuyo esposo murió y para comer no puede esperar cinco años para que le entreguen los dos cheles que su difunto tenía acumulado en una AFP cualquiera, ni tampoco ampararse en su hijo o nieto porque están desempleados y al pírrico dinero que ganan deben sacarle tajada para el policía corrupto, y mucho menos esperar el amparo estatal porque esa mujer ya no representa un activo político.
La cancha de baloncesto que fue construida por ese mismo caudillo, la remodelación de la discoteca local, los juguetes de los infantes, el patrocinio de las fiestas navideñas e incluso el control de robos y atracos en la zona porque nadie puede delinquir en su territorio sin su permiso. Ese mesías logra controlar la delincuencia con delincuencia porque se impone quien maneje más recursos y más influencia. Las autoridades lo saben y respaldan eso con indiferencia.
Ya se ha vuelto costumbre que cuando un caudillo urbano de esos muere, el sepelio aglutina a toda la población bajo su amparo con cientos de motocicletas que regaló, los vehículos que ayudó a pagar y hasta escoltado por los policías a los que, después de amanecer trabajando, encontraron en ese personaje un desayuno que no ofrece la uniformada.
Todo esto genera una complicidad de los victimarios con las víctimas porque esos caudillos logran ese poder en base a negocios ilícitos, que en muchos casos también conllevan sangre y muertes. Por un lado reparten un ápice de sus ganancias con el colectivo para cosechar adeptos y por el otro pudren a esa misma sociedad con la droga que distribuyen y consumen.
Esa gente reúne todas las condiciones para estar en prisión, pero su captura se prolonga porque, aunque se sabe que no son personas honradas, por lo menos no ignoran los males ajenos como hace la clase por la que votaron y que a fin de cuentas termina siendo cómplice de ese mismo caudillo porque es quien garantiza que la multitud vaya a las urnas.
En la clase alta se extrapola el personaje pero no se destaca por populismo, sino por financiar las vacaciones de los militares, el carro nuevo del juez, la casa millonaria del legislador y el silencio de los funcionarios. Su presencia pasa desapercibida para la prensa pero en los restaurantes opulentos se le conoce por las propinas de cuatro cifras.
Se puede conocer del caudillo moderno en la película “Cristo Rey”, genialmente dirigió la cineasta Leticia Tonos, en donde un actor denominado “El Bacá” controla todo lo que sucede en el sector con la complicidad de su gente. En ese film, la juventud sin oportunidades de empleo y discriminada por su lugar de procedencia ve como única opción seguir los pasos del caudillo porque es lo que les garantiza comida, aunque también a la muerte a mediano plazo.
El caudillo moderno no es el feudal provincial del siglo XVIII y XIX, pero opera con la misma intensión, buscan ser el control de los recursos en la zona donde esté. Este mesías del siglo XXI sustenta su imperio en actividades ilegales que dañan a mediano y largo plazo su entorno, pero hay algo fundamental que ellos saben… el hambre es de corto plazo.