Varias ocurrencias hacen parecer inverosímil la posibilidad de que Alberto Nisman, el fiscal argentino hallado muerto en su casa con un tiro en la cabeza, tomara la decisión de quitarse la vida.
Escribió una nota de compra para que su empleada de servicio acudiera al supermercado al día siguiente; le había expresado a su entrenador personal que retomaría sus rutinas cuando este retornara de unos compromisos en Uruguay; no hay residuos de pólvora ni en la mano con la que se disparó ni en la otra; el cerrajero dice haber abierto sin mucha dificultad la puerta de servicio por la que entró al apartamento de Nisman junto a la madre del occiso y dice que cualquiera pudo haber penetrado por allí; había una tercera puerta de acceso al apartamento desde otro apartamento; la subida de una foto en la redes sociales en la que el fiscal aparecía en su mesa de trabajo en un escritorio atiborrado de documentos de los que presentaría al día siguiente; conversaciones con cercanos en las que no reflejaba depresión; y las declaraciones de su ex esposa poniendo en duda el suicidio.
Todo se suma a otra montaña entre las autoridades y la población: la falta de credibilidad del Gobierno, su impopularidad y su desprestigio que llevan a creerlo capaz de todas las locuras que se le imputen.
Pero resulta que la presidenta Cristina Kirchner también figura entre quienes echan por tierra la hipótesis del suicidio y surgiere que otras manos u otras cabezas lo indujeron a matarse o le acompañaron en la tarea, y ha asegurado que al fiscal Alberto Nisman “lo usaron vivo y después lo necesitaron muerto”.
Desde un principio he pensado que estamos ante una repetición de lo ocurrido en Cuba en 1950 con el doctor Eduardo Chibas, que prometió presentar unas pruebas de corrupción contra el ministerio de Educación que al momento de su próxima entrega no estaban, o sencillamente no alcanzaban para probar lo anunciado, y resolvió el problema quitándose la vida.
Si lo que al fiscal Nisman le hubiese tocado probar fuera el enriquecimiento ilícito de la pareja que ha estado en el poder argentino en los últimos periodos, les hubiesen sobrado evidencias, pero lo que se impuso demostrar era una hipótesis que difícilmente pueda hallar documentos que la avale.
Si cualquier gobernante entiende que resulta políticamente inconveniente reñirse con un Estado que puede usar como aliado en determinadas circunstancias para el esclarecimiento de un crimen que lleva décadas de nebulosas e indefinición, podrá haber impartido instrucción verbal, pero no iba a dejar nada por escrito.
No ha sido la primera mandataria argentina sobre la que se ha dicho que ha tenido paños tibios frente a Irán, que se ha negado a entregar a los sospechosos del mayor atentado terrorista que se haya cometido en la historia de su país, el perpetuado contra la mutualista judía AMIA, en 1994, con un saldo de 85 muertos y trescientos heridos, Menem fue objeto de una acusación similar.
Alberto Nisman pudo haber llegado al convencimiento de que su investigación fue contaminada con testimonios falsos, que una vez descubiertos lo dejarían muy mal parado, y en vez de presentarse ante la comisión congresual que le aguardaba, en un momento en que solo le acompañaba su conciencia, actuó como Chibas.
Para Cristina el escenario de esa acusación no era el peor, no requería de la muerte de Nisman para ganar ese raund.