El doctor Leonel Fernández acaba de hacer, si es exacta la reseña periodística de un acto de proselitismo en el que fungió como orador principal, la mejor apología reivindicatoria que se le ha hecho al doctor Joaquín Balaguer como político y estadista desde fuera de su ya decrépita capilla partidista: le otorgó pasaporte de validez a la célebre expresión de éste en el sentido de que el país que le entregaba a aquel en 1996 era "como un avión listo para despegar".
En la misma dirección conceptual, el ex mandatario, obviando seguramente adrede cualquier otro costado de las gestiones gubernativas reformistas, enfatizó que el caudillo de Navarrete "hizo extraordinarios aportes al desarrollo y el progreso de la nación, principalmente con la construcción de importantes obras de infraestructura", y que “la nueva generación, representada por el PLD, hizo realidad lo dicho por Balaguer, al triplicar el Producto Interno Bruto (PIB) de la nación, generando así un hecho sin precedentes en la historia del país".
(Es probable que alguien responda a lo afirmado en el primer párrafo de estas notas invocando el desvarío congresual de 2003 que erigió a Balaguer en “Padre de la Democracia”, pero los alcances de este conato de reivindicación -contenido como ripio de una pieza votada y promulgada por sus antiguos adversarios perredeístas en un arrebato de politiquería reeleccionista, pero que aún hoy se asimila como una tomadura de pelo- no guarda ningún parecido con el de Fernández: éste entraña mucho más que un mero intento de borrar de un lenguetazo -que no de un plumazo- todo el tramo de la historia dominicana que comienza en 1966 y termina en 1996).
Como si dijéramos: Balaguer, con sus fructíferas y paradigmáticas ejecutorias (o “extraordinarios aportes al desarrollo y el progreso de la nación”) sentó las bases de la prosperidad y el bienestar de los dominicanos, y los gobiernos del PLD, en calidad de herederos de éste (los peledeístas, según parece insinuar Fernández, constituyen hoy “la nueva generación” del balaguerismo) han convertido esta media isla en un verdadero paraíso terrenal… En consecuencia, a reformistas y peledeístas (unos balagueristas de ayer y otros de hoy) les debemos la sociedad idílica (inclusiva, con instituciones ejemplares, educada y civilista, absolutamente incorrupta, sin pobres, libre de delincuencia, con una salud pública envidiable, exenta de apagones, justa, solidaria, etcétera, etcétera) en la que vivimos…. (¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!).
(Insistamos, como quiera: se puede decir cualquier cosa en defensa de Balaguer -inclusive sin importar que sea con el fin de buscar justificación para las acciones propias que antes se abominaban-, pero la Historia siempre presenta un problema insoluble para cuneros, conversos y tránsfugas del pensamiento y la actuación políticos: está escrita, y si bien puede ser objeto de ocultamientos, tergiversaciones y hasta tachaduras parciales, no se puede borrar: permanece intacta y disponible en textos y archivos para todo aquel que desee saber lo que realmente ocurrió… Claro -excúsenme de nuevo-, si es que interesa).
Ahora bien, ¿todo eso que afirma el Fernández responde a la verdad? ¿Las administraciones de Balaguer pueden ser consideradas simple y llanamente bienhechoras para la sociedad dominicana en general? ¿No tienen esas administraciones grandes nubarrones y sombras que litigan con sus luces? ¿Le entregó Balaguer a Fernández un país al que sólo había que hacerlo “despegar” y virtualmente ponerle el “piloto automático”? ¿La democracia dominicana tiene la “extraordinaria” deuda de gratitud con el líder reformista que le “reconocieron” los legisladores dominicanos como contrabando político y que ahora proclama el presidente del PLD como verdad histórica?
En términos estrictamente prácticos la respuesta en principio no parece muy grata para los alegatos de Fernández: si todo eso es cierto (es decir, si Balaguer fue una “chulería” como gobernante y dejó en 1996 un Estado sano, una economía en buena marcha y una sociedad sin mayores dificultades), entonces el gobierno que él encabezó entre 1996 y 2000 fue un estrepitoso fracaso, pues en este período no sólo se deprimieron todos los indicadores económicos fundamentales de la nación (hasta el punto de que la deuda pública interna se quintuplicó, las arcas del Banco Central quedaron exhaustas y los peledeístas en el poder fueron estigmatizados como “comesolos” y corruptos) sino que reprobó la evaluación popular: el PLD fue contundentemente derrotado en las elecciones del último año.
(No ignoro los argumentos a contrario en el sentido apuntado: en aquel primer gobierno del doctor Fernández se acometieron reformas políticas, hubo “estabilidad macroeconómica” y todavía el grueso de los balagueristas del PRSC no habían oficiado su conversión en peledeístas… Los alegatos pudieran ser admisibles o no, pero los hechos son los hechos: los dominicanos estuvieron tan frustrados con esa administración que el PRD aplastó al PLD en las elecciones de 1998 con un 51.34% contra el 30.38% de los sufragios, en las de 2000 con 49.87 frente a 24.94 y en las de 2002 con 42.41 versus 28.81, y probablemente lo hubiera hecho también en 2004 si no se le atraviesa en el camino la hidra de siete cabezas de Baninter… ¿Moraleja? O el líder reformista no dejó el país como dijo, o el líder peledeísta hizo un tollo de gobierno… Escoja usted lo que mejor le acomode).
La verdad histórica, de todos modos, dista bastante de lo que sostiene Fernández: el pensamiento polìtico de Balaguer fue en términos filosóficos, por así decirlo, una “ideología de la transición”, y no sólo debido a que se perfiló entre la agonía de la dictadura de Trujillo y el nacimiento de la democracia sino también -y fundamentalmente- porque a la postre implicó -tanto en sus tendencias conceptuales como en sus aspectos operativos- un virtual maridaje de la racionalidad de la primera con la de la segunda… Esto le permitió gobernar como un déspota ilustrado entre 1966 y 1978, y como un demócrata de postín entre 1986 y 1996.
(No debe confundirse el concepto de ideología con el de doctrina: donde quiera que haya un conjunto mas o menos organizado de creencias o ideas -aunque sean instintivas o primitivas- hay una ideología, pero para que ésta alcance la estatura de la doctrina requiere un cierto nivel de elaboración y sistematización conceptuales, es decir, convertirse en un cuerpo de concepciones basadas en reflexiones y razonamientos organizados e intelectualmente leíbles y “trabajables”… Todos tenemos una o varias ideologías, pero no todos abrazamos una doctrina).
Acaso por ello, la visión balaguerista de la política y el Estado, a diferencia de lo que creen prosélitos y adversarios, se encuentra más a tono con los preceptos de Azorín que con los de Maquiavelo -incluyendo las nostalgias culturales humanísticas y los arrestos totalitarios-, y muchos de sus reclamos de “sentido práctico” son simples ejercicios de politiquería en el contexto de una estructura de ideas adscrita en buena parte a los dogmas del conservadurismo y a los viejos criterios sobre el gobierno como “fuente fundamental” de la autoridad social… No en vano Balaguer, en tanto animal político, nació, vivió y murió en el centro o en las cercanías del poder.
El balaguerismo fue, en esencia, una ideología política que se quedó a medio camino entre el despotismo y el liberalismo, y en tal virtud dio a la luz gobiernos que en los decenios de los años sesenta, setenta y ochenta desempeñaron con “éxito” en la República Dominicana el rol de “regímenes de seguridad nacional” (pautado por los intereses estadounidenses en el marco de la Guerra Fría) que en casi toda la América les correspondió a las dictaduras militares, y en los decenios de los ochenta y los noventa asumieron la catadura democrática que exigían la quiebra del modelo comunista y la racionalidad política advenida tras la caída del muro de Berlin… Por eso, Balaguer afirmó en la época que él no había cambiado “sino las circunstancias”.
Convencido de que esos asertos no son ajenos al entendimiento de todo el que siguió aunque fuese desde las gradas la política continental de la segunda mitad del siglo XX, las consideraciones de Fernández acerca de lo que ha acontecido en el país en las dos últimas décadas me han martillado la sesera en un sentido que podría ser imputado de nostálgico por quienes se afanan actualmente en olvidar la historia reciente del país: al margen de lo que opinen ahora los viejos dirigentes morados que tanto combatieron los gobiernos de Balaguer, puedo asegurar sin temor a equivocarme que el profesor Juan Bosch, donde quiera que se encuentre, debe estar echando chispas ante semejantes aseveraciones de su discípulo predilecto.
La razón de ello es simple: el boschismo (con sus diversos matices y representaciones directas o indirectas, pero siempre a partir de una cosmovisión basada en el humanismo liberal y enfilado hacia el bien común) y el balaguerismo (con sus múltiples perfiles y encarnaciones directas o indirectas, pero siempre desde una cosmovisión fundamentada en el individualismo conservador y proyectado hacia la política de clientela) fueron las ideologías nacionales dominantes en la sociedad dominicana desde el ajusticiamiento de Rafael L. Trujillo hasta la formación del Frente Patriótico en 1966, y se enfrentaron tanto en el plano de la ética y del pensamiento social como en el terreno de la política y de la lucha electoral. Muy escasos ciudadanos no estuvieron involucrados de alguna manera en ese enfrentamiento.
Desde luego, el balaguerismo definitivamente ha triunfado en la sociedad dominicana sobre el boschismo y las restantes ideologías del periodo histórico citado (asumido como de democracia, pero aún con elementales tareas pendientes), y esa victoria parece más relacionada con su propio “realismo” o “pragmatismo” frente al manejo del Estado que con sus méritos como sustento de una proyecto nacional verdaderamente inclusivo, bienhechor y liberador: organizado política y conceptualmente alrededor del conservadurismo, a la postre, sin embargo, sedujo hasta a sus más enconados adversarios liberales con base en la concesión de los privilegios (léase: las mieles del poder, el progreso individual o la satisfacción de ciertas frivolidades y vanidades de la vida material) que exaltan y satisfacen a la voluble e impresionable naturaleza humana.
En bastantes sentidos, pues, el balaguerismo como ideología ha resultado históricamente redimido en un proceso que se inició cuando el PLD puso la historia dominicana patas arriba al pactar en 1996 con el PRSC, pero que luego involucró también al PRD: ya no se consideran cuestionables -por ejemplo- sus aberraciones trujillistas, su manejo errático de los problemas nacionales, sus crímenes de Estado, sus funcionarios civiles y militares abusadores y corruptos, o su proclividad a la represión y a la yugulación de la libertad… Ahora se asimilan como parte de la “política real” (no importa lo justo sino lo conveniente) y se exhiben como muestras del “genio” y la "habilidad" de Balaguer… Por supuesto, no huelga recordar, sin mala fe alguna, que esas mismas consideraciones son aplicables (de cara a sus particulares “circunstancias” y “conveniencias”) a Hitler, Stalin, Somoza, Idi Amín Dada, los terroristas del Estado Islámico o al mismísimo señor Luzbel.
La pregunta, finalmente, se cae de la mata: ¿es que el doctor Fernández, a plena conciencia, ha decidido erigirse en el reivindicador histórico del balaguerismo? Cuesta creerlo, a no dudar, pues si es cierto que la vuelta de tuerca en la ideología y el “uso” del poder se puede “entender” a la luz de los “nuevos tiempos”, es imposible obviar que hasta la consigna “Ni robó ni mató” (sin necesidad de darle ninguna interpretación) sonaba más a acusación contra el jefe reformista que a promoción del líder peledeísta… Y como ese mismo doctor Fernández la repitió, explicó y justificó tanto en su momento, aún hay, valga la insistencia, algún derecho al escepticismo: ¿es convicción nueva o es demagogia de la vieja? Más puntos suspensivos…