El perredeísmo (no como siglas y emblemas, sino como tendencia política y emocional dentro de la sociedad dominicana) en esta ocasión no ha sufrido una simple incisión divisionista: en realidad, aunque mucha gente no lo quiera ver ni asimilar (intenciones aparte, porque de todo hay en la viña del Señor), luce fragmentado y bajo amenaza de dispersión.
Ciertamente, en estos momentos, más allá de los apelativos y de los liderazgos, hay varias estructuras, espacios de opinión o meros rincones sentimentales que anidan la vertiente de filiación histórica encarnada por el perredeísmo desde su fundación, todos con enfoques u objetivos estratégicos (partidistas, de candidaturas y de destino inmediato o a largo plazo) distintos.
Tal aserto es comprobable independientemente de la existencia de un sector mayoritario (el ahora identificado como Partido Revolucionario Moderno -PRM-), cuya principal peculiaridad, como es harto sabido, reside en que tiene dos cabezas y dos compartimientos interiores, y que por ello aún da la impresión de que avanza serpenteando y a tientas pese a sus auspiciosos inicios y al despliegue de laborantismo orgánico y proselitista que exhibe en estos dias.
Los otros sectores (incluyendo al que controla la "franquicia" del PRD, venida a menos tanto en calidad como en cantidad a despecho del peso específico de su líder y del casi sobrenatural hechizo social que han ejercido tradicionalmente en el país el nombre y los símbolos de aquel) tienen obviamente inferior trascendencia de masas, pero no ello carecen de importancia: en política, perogrullada aparte, nadie sobra.
Dicho de otro modo y sin circunloquios: el perredeísmo original no está cobijado únicamente bajo el nombre “institucional” de PRD o el flamante guardasol del PRM (sin excluir a los grupos y grupúsculos que operan enfebrecidamente en éstos últimos teniendo como norte la nominación presidencial y, luego, la peligrosa rebatiña de las candidaturas congresuales y municipales)… También se acuna en los denominados “ni-ni” (cada vez mas menguados por lo difícil que resulta abstraerse de nuestra vorágine política) y en la suerte de "diáspora” de conciencia (un sector innominado, silente e incorpóreo, cuya cuantía real se desconoce) que se ha negado a participar en la carnicería cismática o que todavía sueña con una reunificación total o parcial.
La nueva división del PRD tiene, pues, perfiles inéditos, y a pesar de que en su telón de fondo se sigue destacando como causa eficiente la ausencia de voluntad unitaria para una selección democrática de su candidato presidencial, hay una serie de particularidades que la convierten en la más deplorable y contraproducente de sus rupturas internas: es como un “crack” óseo que, de continuar el curso que lleva, podría no sólo desempeñar un papel funcional a la derrota de la oposición en las elecciones del año que viene sino que, a diferencia de lo ocurrido con las anteriores peloteras, podría liquidar las propias posibilidades de relativa recomposición del perredeísmo histórico (con uno o varios nombres) en el futuro inmediato.
No olvidemos, a ese respecto, que cuando en las postrimerías del año de 1973 el PRD experimentó su primera gran escisión (los desprendimientos de 1962, 1966 y 1970 no alcanzaron esta categoría), los dirigentes, los militantes y las bases (organizadas o no) tuvieron dos destinos clara y terminantemente focalizados: la abrumadora mayoría (capitaneada por el doctor Peña Gómez e integrada por la casi totalidad de la membrecía tradicional a todos los niveles) se mantuvo en la organización, y la minoría (conducida por el profesor Bosch y reflejada básicamente en la Comisión Permanente, los “cuadros teóricos” y la dirigencia universitaria) se asentó en el nuevo Partido de la Liberación Dominicana (PLD).
Un fenómeno análogo se produjo durante su segunda gran división de los días finales de 1989, pues si bien en la ocasión los bandos estuvieron menos diferenciados tanto en términos cuantitativos como cualitativos porque sus discrepancias eran sobre todo coyunturales (no tenían tintes ideológicos o estratégicos definidos), la mayoría (en pirncipio minoría, encabezada otra vez por el doctor Peña Gómez, pero ahora sin el respaldo de una parte de la dirigencia histórica y del grueso de los cuadros intermedios) se aferró radicalmente a la denominación y las insignias de la entidad, y la minoría (en principio mayoría, bajo la jefatura del licenciado Majluta) pasó a fundar el nuevo Partido Revolucionario Independiente (PRI).
Más o menos lo mismo ocurrió durante el proceso secesionista del PRD (estruendoso e impactante, pero sin la magnitud real de las anteriores) de los años 2003-2005: la mayoría (bajo el liderazgo del presidente Mejía y de otras connotadas figuras de la organización, con el apoyo de la casi totalidad de la militancia y la dirigencia a escala nacional e internacional) se quedó dentro de sus estructuras, y la minoría (rectorada por el licenciado De Camps y secundada por varios dirigentes de incuestionables trayectoria y notabilidad) constituyó el nuevo Partido Revolucionario Socialdemócrata (PRSD).
Sin embargo, valga la insistencia, en la nueva división del PRD (bosquejada desde 2012, pero consumada formalmente en 2014) acaba de ocurrir exactamente lo contrario: la mayoría (codirigida por el ex presidente Mejía y el licenciado Abinader e integrada por más del 70 por ciento de los militantes y dirigentes) decidió levantar "tienda aparte" asumiendo el nombre de PRM después de varios actos de prestidigitación política y “birlibirloque” legal frente al TSE y la JCE, y la minoría (manejada por el ingeniero Vargas y compuesta medularmente -hay excepciones en todos los organismos y gradaciones- por dirigentes de no muy intensa extracción emocional perredeísta) permaneció en las entrañas orgánicas de la vieja entidad.
(Hay otra extraña peculiaridad: el sector separatista mayoritario aplicó a lo largo de los últimos dos años una táctica de combate que coincidía con la estrategia de sus adversarios comportándose como si conscientemente preparara sus maletas -increíblemente hasta devolvió el local nacional del PRD luego de haberlo recuperado en una violenta jornada cuyo costo político ya estaba pago-, mientras que el sector minoritario no sólo no refutaba contundentemente las imputaciones que le hacía aquel sino que actuó siempre -y lo sigue haciendo- como si estuviera empeñado en darle la razón, insistiendo en virajes ideológicos, conductas políticas y trapisondas legales que lo avecinan con los enemigos ancestrales del perredeísmo histórico).
Más aún: el PRD nos tenía acostumbrados a divisiones que no implicaban fragmentaciones estructurales (no parecían demoliciones intrínsecas sino cortes precisos de encuadramiento), pues no dejaban "en el aire" o sin definición a casi ninguno de sus militantes y dirigentes, ni terminaban en pluralidad o multiplicidad de liderazgos… Antes al contrario, lo habitual era que la separación se produjera entre dos únicas estructuras que aglutinaban virtualmente al universo de los integrantes de la entidad bajo la conducción de dos líderes nominados, taxativos e indiscutibles: los que protagonizaron las discrepancias internas que provocaron la división.
En esta oportunidad, por desventura, hay una atípica vuelta torta: sorprendentemente la mayoría de los perredeístas decidió dejarle la organización (historia, bandera, símbolo y recursos infraestructurales) a la minoría, una cierta cantidad de militantes y dirigentes no ha cerrado filas en los grupos beligerantes para sancionar la separación (están en sus casas o se adhirieron a otras fuerzas políticas), no hubo división sino fraccionamiento (en cada bando hay múltiples subgrupos unidos sólo por intereses circunstanciales: posiciones de mando, candidaturas o ausencia de otras opciones) y, por añadidura, pululan los liderazgos encontrados (cuando menos: Mejía y Abinader en el PRM, y Vargas y Gómez Mazara en el PRD).
O sea: a la altura de enero de 2015 (esto es, a 16 meses de las elecciones nacionales), los antiguos perredeístas están claramente seccionados en varios núcleos separados o con augurios de ruptura y atomización, y a contrapelo de que todos insisten en reeditar sus proverbiales bríos internos confrontacionistas (con acusaciones recíprocas de todos los calibres), desde sus respectivos cubiles orgánicos se proclama en las variadas direcciones de la rosa de los vientos una intención que parece contradictoria con lo que hacen: la de “unir a la oposición” (a través de la “Convergencia por un Mejor País”, en el caso del PRM, y del “Bloque de la Esperanza”, en el del PRD) y de encararse exitosamente con el oficialista PLD.
(Otra realidad que muchos antiguos y actuales perredeístas se empecinan en desconocer “corre” paralelamente a la señalada, aunque no es el objeto de estas glosas abordarla: del liderato original sólo el licenciado Luis Abinader -sin desmedro de la estatuta política, los méritos y la ascendencia de Mejía y Vargas- luce en condiciones de encabezar -por su baja tasa de rechazo, su nivel de aceptación ciudadana, su temperamento, su figura novedosa y su discurso fresco- un esfuerzo potencialmente fructífero de reconstrucción del perredeísmo como corriente histórica -esto es, con o sin siglas- y, en consecuencia, ser el abanderado en una boleta electoral mínimamente unitaria y con posibilidades de salir airosa frente a la portentosa maquinaria político-económica del peledeísmo gobernante… Pero, lo reitero, esto es harina de otro costal).
No empece que las tribulaciones actuales del perredeísmo histórico inclinan más a la congoja y al escepticismo que a la convergencia y a la esperanza, me gustaría compartir los arrebatos de optimismo militante que acusan mis más caros amigos y compañeros tanto del PRM como del PRD… No me resulta fácil, empero -lo confieso-, puesto que la “mundología” política enseña que la escisiones (sin importar cómo se disfracen) nunca han sido parteras inmediatas de la victoria. A la inversa: la experiencia histórica muestra la infalibilidad de la conocida sentencia del eterno rabí de Galilea: “Todo reino dividido será reino destruido”… Claro, nada de eso obsta para que quienes creemos en la democracia y deseamos un mejor país, continuemos apostando en contrario.
(*) El autor es abogado y profesor universitario
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