La incoherencia de la política exterior del presidente Barack Obama es sencillamente penosa en un gobernante que llegó para hacer historia, no solamente por el nada simple acontecimiento de ser el primer negro que alcanza la presidencia de los Estados Unidos.
Millones de jóvenes estadounidenses, negros, hispanos, mujeres y trabajadores, cerraron filas con aquel senador de color, excelente orador, luchador por los derechos de las minorías en su estado y en todo el territorio norteamericano, cuando emergió con potencial tras la asamblea electoral de Iowa.
Con él surgía una verdadera esperanza de cambios significativos en la manera de cómo Washington conduce determinados asuntos, particularmente la política exterior de los Estados Unidos.
Ganó simpatías cuando incluyó en su proyecto de gobierno terminar “las guerras de George W. Bush” en Irak y Afganistán.
Y su base de apoyo aumentó al anunciar el cierre de la cárcel de la base de Guantánamo, Cuba, instalada ilegalmente por Bush, adonde fueron encerrados decenas de prisioneros de la “guerra contra el terrorismo”, a quienes nunca se les ha celebrado juicio.
Obama adquirió mucho más apoyo, particularmente entre los hispanos, con la promesa—reiterada mil veces—, de que impulsaría una ley de reforma migratoria que “sacaría de las sombras” a más de 12 millones de indocumentados.
Pero el presidente estadounidense defraudó a todos esos sectores, y no solo incumplió aquellas promesas, sino que mantuvo las guerras prácticamente intactas, no cerró la base de Guantánamo, y ha sido el mandatario que más ha deportado indocumentados en las últimas décadas.
Particularmente los países de Latinoamérica están poblados de repatriados que más allá de los delincuentes regresados a sus países de origen tras cumplir condenas por delitos graves, incluye a humildes trabajadores, inmigrantes decentes y sus familias.
El breve recuento de promesas incumplidas es suficiente para que millones de estadounidenses—inmigrantes o no–, sientan hoy una resonante decepción con el legado frustrado de una gran promesa que arribaba a la Casa Blanca.
Sin embargo, el punto culminante de su incoherencia y de su fracaso lo acaba de anotar con la reciente orden ejecutiva en la cual declara a Venezuela “una amenaza extraordinaria” contra la seguridad nacional de los Estados Unidos.
Una ridiculez que hubiera hecho morir de risa al propio George Washington, pues en ninguna cabeza sensata puede caber que Venezuela sea amenaza para una potencia de las dimensiones de Estados Unidos.
Que se sepa Venezuela no cuenta con arsenal nuclear capaz de poner en peligro la seguridad estadounidense, sino que es una nación que está tratando de defenderse de agresiones hasta ahora encubiertas dirigidas desde Washington.
Con su decisión, el presidente Obama alcanza el punto máximo de su incoherencia en política exterior, si tomamos en cuenta su reciente iniciativa de encaminar acciones concretas para terminar con el anacrónico embargo de 54 años contra Cuba.
Pasos que han sido saludados por toda América Latina y que en los propios Estados Unidos han despertado importantes apoyos, particularmente de los sectores empresariales y comerciales, que ven en estos aprestos oportunidades reales de ampliar mercados.
¿Dónde encaja una pirueta diplomática como la que lleva a cabo, simultáneamente, el presidente de los Estados Unidos, soltando amarras con Cuba, por un lado, y por otro asediando a Venezuela?
Con su declaratoria de “emergencia nacional”, el mandatario norteamericano equipara a Venezuela con países como Ucrania, Sudán del Sur, República Centroafricana, Yemen, Libia o Somalia, donde existen conflictos armados y ha habido cruentas reacciones contra intereses de los Estados Unidos, que no es el caso, ni remotamente parecido, de la nación bolivariana
En conclusión: el presidente Obama, en materia de política exterior, terminará en peores condiciones que Bush, algo sencillamente impensable, y su caso penoso, pues sin reclamarle que fuera un liberal al estilo europeo, por lo menos que se acercara un poco a Bill Clinton y no a Ronald Reagan.