El reputado penalista y dirigente político había llegado a su oficina, en el edificio García Nieto de la capital colombiana, cerca de las 9 de la mañana, y en las siguientes horas estuvo ocupado atendiendo asuntos relacionados con sus actividades laborales y políticas.
Era casi el medio día cuando Juan Roa Sierra, un joven desempleado de 21 años y apariencia descuidada que vivía en el barrio Ricaurte, llegó a la oficina de Gaitán pidiendo verlo. Cecilia de González, la secretaria del líder liberal, que conocía al visitante porque éste había estado varias veces allí, lo atendió cortésmente pero le dijo que no era posible complacerlo en esos momentos. Roa se marchó incómodo de la oficina de Gaitán.
Ese día el muchacho había salido de su casa sin bañarse ni afeitarse, vistiendo un viejo traje color canela con rayas claras, calzando zapatos amarillos rotos, y tocado con un sucio sombrero de fieltro. Se había dirigido a media mañana al centro de Bogotá, y detenido un momento en el café Gato Negro, lugar donde habitualmente tertuliaban intelectuales, periodistas y poetas. El café estaba a escasa distancia del edificio que alojaba el estudio del líder liberal.
Mas o menos media hora después del encuentro entre Roa y la secretaria de Gaitán, varios amigos de éste se apersonaron a la oficina. Eran Jorge Padilla, Alejandro Vallejo, Pedro Eliseo Cruz y Plinio Mendoza, con quienes aquel departió amigablemente. Cerca de la 1 de la tarde, Mendoza dijo que tenía hambre e invitó a los presentes a almorzar al Hotel Continental. “El problema es, Plinio, que tu eres un tragón y sales muy caro”, respondió Gaitán, bromeando. “No hay problema”, repuso Mendoza, “tú sabes que a mí me sobra la plata”. Los presentes rieron ante la ocurrencia.
El grupo salió del despacho de Gaitán y tomó el ascensor en dirección a la planta baja. Al salir del elevador, ya en la puerta de la calle, Mendoza sujetó del brazo a Gaitán diciéndole: “Lo que quería decirte es una bobada…”, y ambos se adelantaron, quedando detrás de ellos Cruz, Padilla y Vallejo. Este fue el momento en que Roa, que aguardaba a varios metros, apuntó con un revólver a Gaitán, quien de inmediato, al apercibirse de la amenaza, se desprendió de Mendoza y se cubrió la cara con un brazo. Tres disparos consecutivos hizo Roa sobre él: una bala le dio en la cabeza y las dos restantes le atravesaron el cuerpo y perforaron sus pulmones… El líder colombiano había sido fatalmente herido.
Aunque sorprendidos y anonadados, los acompañantes de Gaitán reaccionaron con rapidez y lo condujeron en taxi a la Clínica Central. Pero todo fue inútil: el caudillo liberal había perdido mucha sangre, y cuando el doctor Pedro Eliseo Cruz, médico y amigo, se disponía a practicarle una transfusión, Gaitán, de 50 años de edad, entregó la vida… Eran aproximadamente las 2 de la tarde.
Un gran líder de masas
Jorge Eliécer Gaitán Ayala (conocido como “el Jefe” o “el Negro”) había nacido en 1998 en Bogotá, y sus primeras incursiones políticas de importancia datan de los años universitarios cuando se sumó a la coalición que en 1918 apoyó la candidatura de Guillermo Valencia. Más tarde, en 1922, siendo presidente del Centro Universitario, respaldó la candidatura liberal de Benjamín Herrera. En ninguna de las dos ocasiones sus candidatos resultan vencedores, pero Gaitán adquirió fama de buen orador y expositor de ideas.
En 1924 se recibió de abogado (su tesis, titulada “Las ideas socialistas en Colombia”, fue considerada “sobresaliente y brillante”), y a seguidas viaja a Roma a ampliar sus estudios. Regresa en 1927 y se presenta con éxito como candidato a representante por el Partido Liberal. En 1928 funge como asesor legal de las operarias en huelga de la Bogotá Telephone Company. En 1929 patrocina una investigación legislativa sobre la “Masacre de las bananeras” (United Fruit Company, diciembre de1928). Su activo rol en el Congreso lo convierte en una figura de proyección nacional.
En 1933 Gaitán se aleja del Partido Liberal debido a discrepancias con la línea oficial, y constituye la Unión Nacional de Izquierda Revolucionaria (UNIR). Esta entidad le permitió exponer sus ideas, pero tuvo un pobre desempeño en las elecciones de 1934. En 1935 retorna al liberalismo, y es nombrado alcalde de Bogotá bajo el gobierno de Alfonso López Pumarejo, cargo en el que sólo duró siete meses, pues una huelga de taxistas (contra la disposición de la alcaldía que los obligaba a uniformarse) lo empujó a renunciar. En 1941 fue ministro de Educación del gobierno de Eduardo Santos Montejo, y al año siguiente senador de la república.
Al advenir la segunda administración de López Pumarejo, Gaitán le hizo una oposición frontal, pero cuando el presidente a fines de 1943 pidió una licencia de seis meses y fue reemplazado por Darío Echandía, aceptó ser ministro de Trabajo, puesto que desempeñó hasta febrero de 1944. Ya en esta época se le consideraba un formidable líder popular: gozaba de gran aceptación entre trabajadores y jóvenes por su postura antioligárquica y su apuesta por la “restauración moral de la nación”.
En 1945 Gaitán lanzó su candidatura presidencial, pero la división de los liberales, estimulada por los conservadores, imposibilitó la presentación de un candidato único en las elecciones de 1946, y dos aspirantes (Gabriel Turbay, postulante oficial, y Gaitán, presentado por el ala izquierda del liberalismo) se enfrentaron al candidato del partido conservador, Mariano Ospina Pérez, quien resultó victorioso. Así llegó el fin de la “era” de los gobiernos liberales.
Los conservadores habían gobernado a Colombia entre 1914 y 1930, y lo habían hecho respetando las reglas de la democracia. Pero en esta ocasión no fue así: tan pronto se instalaron, desde el Estado hubo múltiples actos de hostilidad y violencia contra los liberales, y desde las poltronas y púlpitos católicos se desarrolló una vigorosa y desaforada ola de “denuncias” contra los “enemigos de Dios en la tierra” en la que participaron activamente purpurados, curas y beatos. Uno de los principales blancos de esa campaña lo era precisamente Gaitán, ya convertido en líder máximo del liberalismo.
En camino hacia la Casa de Nariño
Gaitán estaba consciente de que su misión esencial era garantizar que los liberales recuperaran el poder en 1950 por la vía democrática, pero tal cometido no sería tan fácil de alcanzar: las circunstancias indicaban que los grupos conservadores más extremistas no estaban dispuestos a tolerarlos una vez más en la conducción del Estado, pues tenían frescos en la memoria los efectos que sobre sus intereses habían tenido las reformas sociales realizadas por ellos.
En la segunda semana de agosto de 1946, esos grupos arreciaron su “nueva cruzada”, que devino en una jornada nacional de violencia y terror contra los liberales. Gaitán reclamó la intervención del jefe del Estado para poner fin a las agresiones, pero lo que hubo fue una intensificación de las mismas (hasta con amenazas de excomunión por parte de curas católicos) en la medida en que se aproximaban las elecciones parciales de 1947. No obstante, los liberales ganaron abrumadoramente los comicios y pasaron a controlar el 80 por ciento de los escaños en ambas cámaras legislativas.
Así estaba el panorama político colombiano cuando asesinaron a Gaitán. Era el hombre que encarnaba las posibilidades de retorno al poder del liberalismo y el preferido de las multitudes de Colombia. Parecía, pues, absolutamente inevitable su elección como presidente de la república en las elecciones de 1950… La Casa de Nariño era su próxima parada política.
El asesino “espiritista” y el linchamiento popular
El autor de los disparos contra Gaitán era un simpatizante de éste que provenía de una familia de escasos recursos económicos. Era huérfano de padre, y su madre se identificaba también como seguidora del líder liberal. Según Gabriel García Márquez, ella estaba en su casa preparando ropa de luto por la muerte del Gaitán cuando se enteró por la radio de que el asesino era su hijo.
Roa era una persona reservada y tranquila que, no obstante, tenía dificultades para mantenerse estable en un trabajo. Aparentemente estaba vinculado a la Orden de los Rosacruces por orientación de un quiromántico alemán residente en Colombia. Su madre aseguró que en cierta ocasión empezó a decir que él era “la reencarnación de Gonzalo Jiménez de Quesada” (fundador de Bogotá), y en otra “la de Francisco de Paula Santander” (“El hombre de las leyes”, estadista cimero de Colombia).
Ella atribuía sus “desequilibrios” a la influencia del quiromántico alemán.
La última visita que Roa hizo al “maestro” fue el 7 de abril, dos días antes del asesinato de Gaitán, y en ella le dijo que había tenido un sueño sobre unos tesoros situados en unas tumbas indígenas en dos pueblos no muy lejanos, y que quizás la providencia le “reservaba algo importante”, pues él se creía “llamado a un destino muy alto”. El quiromántico le sugirió no ir solo, y Roa le contestó que “solo tengo que hacer mi vida y solo tengo que seguir”. Ese mismo día compró al hermano de un amigo el revólver que usó en el hecho de sangre.
Aquel fatídico 9 de abril, el ruido de los disparos estremeció a los ciudadanos que estaban en los alrededores de la oficina de Gaitán. En medio de la confusión, Roa fue identificado como el autor de los mismos, y un grupo se lanzó tras él. Finalmente, un cabo de la policía lo detuvo, golpeándolo y arrebatándole un arma de fuego. “Agente, no deje que me maten”, le imploró. De inmediato, el efectivo del orden público, al reparar en la actitud hostil de los concurrentes, entró con el detenido en una farmacia, y cerró la reja de ésta. La oportuna decisión del policía le preservó momentáneamente la vida a Roa.
El propietario de la farmacia le inquirió la razón por la que había matado a Gaitán, y el agresor respondió: “Ay, señor, son cosas poderosas que no puedo decir. ¡Ay, Virgen del Carmen, sálvame!”. El farmacéutico insistió en preguntarle: “Dígame, quien lo mandó a matar, porque usted va a ser linchado por el pueblo”, y Roa contestó: “¡No puedo! ¡No puedo!”.
No había pasado mucho tiempo cuando la muchedumbre enardecida que se había situado en las afueras de la farmacia empezó a sacudir violentamente la reja, logrando abrirla, e ingresando en turbamulta. El primero que golpeó a Roa fue un limpiabotas, que le dio con su caja de trabajo en la cabeza. El detenido cayó al piso, turulato. Entonces la multitud lo sacó a rastras del local comercial y, una vez en el andén, lo molió a golpes. A los pocos minutos murió… Roa había sido linchado.
El “Bogotazo” en marcha
La mala nueva del asesinato del líder del liberalismo se difundió rápidamente a todo el país en una frenética campaña de información ciudadana y de prensa, y en pocas horas tendría graves repercusiones sociales y políticas.
En Bogotá, en particular, la muchedumbre que había linchado a Roa tomó su cadáver y lo arrastró marchando en dirección al Palacio Nacional, y otra turba que se había congregado frente a la Clínica Central bajó a la carrera Séptima y engrosó la marcha. Al llegar a la esquina de la calle Octava, alguien desvistió el cadáver de Roa y amarró los pantalones a un palo para ser usados como bandera mientras la multitud gritaba: “¡Viva Colombia! ¡Abajo los godos!”. Cuando llegaron al palacio, los manifestantes lanzaron el cuerpo desnudo de Roa contra la puerta principal vociferando improperios. Al momento, un contingente de soldados les hizo frente, haciéndoles retroceder en desorden. El oficial que comandaba las tropas contaría después que respiró hondamente, “pensando que lo peor ya había pasado”.
En realidad, empero, la turba no se dispersó sino que se replegó hacia la cercana Plaza de Bolívar, y tomó las esquinas circundantes. Al poco rato se iniciaron los incendios: el Palacio de San Carlos, la Nunciatura Apostólica, los conventos de las Dominicas y de Santa Inés, la Procuraduría General de la Nación, el Instituto de la Salle, el Ministerio de Educación, la Gobernación de Cundinamarca, el Palacio de Justicia y, finalmente, los tranvías. Los revoltosos también saquearon los almacenes, las joyerías, las platerías y otros negocios… Había comenzado una poblada: el “Bogotazo”.
Dos horas después del asesinato de Gaitán, la situación en el centro de Bogotá ya era incontrolable, y las autoridades dispusieron que tres tanques de guerra y seis carros blindados marcharan sobre la plaza sublevada. Una vez allí, el oficial que comandaba la operación, en un esfuerzo por evitar derramamientos de sangre, abrió la escotilla del vehículo en el que se trasladaba e hizo un llamado a los manifestantes para que se retiraran. Entonces se escucharon tres disparos y el oficial cayó sobre sí mismo. La reacción de los operadores de los tanques desató un verdadero infierno: dispararon indiscriminadamente sobre la multitud.
Los acontecimientos subsiguientes tomaron otro norte: un grupo de policías se sublevó y apoyó a los manifestantes, armando a algunos con fusiles, y en la Quinta Estación hubo oficiales que discutieron con dirigentes liberales la posibilidad de constituir una junta revolucionaria para darle dirección al movimiento insurgente y proclamar la caída del gobierno de Ospina Pérez. En el Palacio Nacional, no obstante, los soldados garantizaban la autoridad del régimen conservador.
En esos momentos se desarrollaba en la capital colombiana la IX Conferencia Panamericana (inaugurada el 30 de marzo), y no sólo debieron suspenderse sus deliberaciones sino que hubo de procurársele refugio a los delegados en un colegio de la periferia de la ciudad. En la noche se declaró el toque de queda en Bogotá y otras ciudades, y aunque en las primeras horas las llamas, los disparos y los estruendos de las bombas caseras continuaron escuchándose por doquier, al otro día un silencio expectante empezó a sentirse en la capital.
En una inteligente decisión política, el presidente Ospina Pérez había llamado a la cúpula del liberalismo para dialogar y buscarle una “solución de unidad nacional” a la situación. Ese mismo día 10 el dirigente liberal Darío Echandía fue designado ministro de Gobernación y otros de sus conmilitones ocuparían puestos ministeriales de relevancia. El día 11 el líder radical conservador Laureano Gómez -odiado por los liberales y considerado uno de los instigadores de la violencia contra estos- viajó rumbo a España dejando cesante el ministerio de Relaciones Exteriores. Nunca se supo cuantos fueron las víctimas del “Bogotazo”, pero los cálculos menos exagerados hablan de alrededor de 1,500 muertos y más de 15,000 heridos.
El día 13, cuando la calma había retornado a una Bogotá llena de polvo y escombros, se reanudaron la sesiones de la Conferencia Panamericana, de la que habrían de salir, entre otros instrumentos de derecho internacional, la “Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre”, la creación de la OEA y el “Pacto de Bogotá” (o “Tratado Americano de Soluciones Pacíficas”).
Los actos de violencia, no obstante, continuarían en diversos pueblos y zonas rurales, y generarían a la postre no solo una brutal intensificación del tradicional encono entre los liberales y los conservadores, sino también una radicalización del ala “popular” de los primeros que concluiría en la formación de varios grupos guerrilleros cuyos remanentes sobreviven hasta el día de hoy en Colombia.
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