Aunque la sola mención del tema le cause escozor o le revuelva la bilis a cierta gente que en la actualidad opera desde el centro o las cercanías de los poderes públicos (sobre todo debido a que recuerda apuestas políticas o conceptuales que ahora se reniegan con deportivo descaro), el devenir histórico de la República Dominicana presenta un curso inconfundible (mensurable y deslindado, por lo demás, a la luz de sus ciclos factuales y de conciencia) en lo atinente a la confrontación entre las ideas liberales y las conservadoras.
(Se habla aquí del liberalismo y el conservadurismo históricos dominicanos, no de las ideologías internacionales homónimas: es decir, de las dos corrientes “emocionales” y de pensamiento que, aún sin exhibir grandes niveles de elaboración doctrinaria, han signado nuestras concepciones sobre la naturaleza y la anatomía de la nación, el origen y la forma de organización del Estado, y los roles y destinos que éstos asumen o postulan dentro de la civilización humana. Todavía más precisamente: de las “ideologías nacionales” puras, que expresan la visión que tenemos de nosotros mismos y de nuestra vida como pueblo políticamente organizado de manera independiente, y los “proyectos de nación” que les son consustanciales).
Liberalismo y conservadurismo, ciertamente, son en la historia dominicana -por así decirlo- líneas paralelas de pensamiento, conducta personal y accionar político (si bien con inocultables sinuosidades, entrecruces y confusiones), y a contrapelo de los viejos y nuevos esfuerzos por hacer desaparecer sus fronteras (todos invariablemente patrocinados desde el poder o sus vecindades), ellas han involucrado siempre -con precisión que no admite controversia- tanto a los acontecimientos e incidencias registrados en nuestros anales como a los personajes que los han protagonizado. En lenguaje coloquial contemporáneo se diría -con las debidas disculpas por la vulgarización- que unos han sido los “idealistas” o “pendejos”, y otros los “prácticos” o “vivos”.
Un ejemplo harto manido del siglo XIX: Duarte, Luperón, Espaillat y Bonó fueron exponentes del liberalismo histórico dominicano (nacionalistas intransigentes, humanistas solidarios y enemigos de la corrupción), mientras que Bobadilla, Santana, Báez y Galván encarnaron al conservadurismo (“nacionalistas” de coyuntura y, sobre todo, pancistas y vividores del Estado). Y esto no un invento fundado en los “prejuicios” de don José Gabriel García, como ahora quiere vender cierta historiografía: es, sencillamente, que los primeros creían en un “proyecto de nación” basado en el liberalismo humanístico y apegaron su comportamiento personal y político a los valores de esta corriente, y los segundos se decantaron por una opción (habitualmente ajena al doctrinarismo y a la solidaridad) cimentada en los “instintos”, el “realismo” y el “uso el poder” (léase: desdén por la gente sencilla, ausencia de escrúpulos, desfalcos y atropellos) propios del conservadurismo.
(Recientemente ha habido dos notables intentos de reivindicación histórica a favor de Santana y Báez -uno obra de un” economista y ensayista”, y el otro de un comunicador y asesor empresarial-, pero en otra trayectoria de razonamiento: ambos se arriman a la tesis de que sus actuaciones no sólo fueron correctas o justificables en razón de la “circunstancias” prevalecientes sino que estuvieron destinadas a garantizar la supervivencia de la nación -esto es: tenían diferencias de “enfoque” o de “perspectivas”, no de ideas o principios, con los que los adversaron-, y por consiguiente fueron héroes patrios de proceridad indisputable. En lo que concierne a esto, procede sólo recordar un par de minucias: semejantes criterios -que le pasan un borrador a la línea que siempre ha separado al bien del mal y a lo ético de lo inmoral- también servirían para reivindicar a Satanás, Calígula, Hitler, Stalin, Duvalier, Idi Amín Dadá, Videla, Pol Pot, Pinochet, Figueroa Agosto o Jack el Destripador, y aunque no tienen nada de novedosos están bastante a tono con la actual “filosofía existencial” del “na e na”… Total, también la corrupción, la delincuencia, la pederastia, el sicariato o el feminicidio podrían ser simples asuntos de “circunstancias”, “enfoque” o “perspectivas”: bastaría con “ponerse” en los zapatos de sus perpetradores).
Otra muestra, pero de la centuria pasada, presentada en forma de interrogante: ¿Quién que no sea un ignorante, un pazguato o un adulterador de la historia osaría colocar en el mismo terreno ideológico, conductual o político a Vásquez, Trujillo, Bosch, Balaguer, Caamaño y Peña Gómez? No es imposible encontrar entre estos grandes líderes alguna que otra coincidencia coyuntural, pero es obvio que medularmente estaban situados en coordenadas conceptuales y fácticas claramente disímiles entre sí y, más concretamente, encontradas unas respecto de las otras. Esto tampoco es invención: simplemente es lo que recogen nuestros textos históricos o, en tiempos relativamente recientes, lo que vivieron los contemporáneos de esos descollantes compatriotas. Que alguien no lo haya leído o conocido (porque crea que los libros muerden y los testimonios son “baboserías” de adultos nostálgicos) es, desde luego, harina de un costal diferente.
La rememoración de todo lo que precede viene a cuento a propósito de que el recién estrenado presidente, líder y casi seguro candidato del estriado y disminuido Partido Reformista Social Cristiano (PRSC) se acaba de sumar (por razones notoriamente electorales y, en razón de ello mismo, con vivo entusiasmo ferial) a la romería ultranacionalista en boga, y al hacerlo -probablemente sin la menor intención- de alguna manera le ha recordado a los dominicanos que aún se niegan a perder la memoria -entre los que se encuentra el autor de estas líneas- la “increíble y triste historia” (nada cándida, por cierto) que ha entrañado hasta el día de hoy la inefable agenda “patriótica" del conservadurismo criollo.
Esa agenda, como ya se ha sugerido, no tiene nada de nueva: se remonta a la época de la lucha por la independencia nacional, y fue elaborada y puesta en marcha por los que colaboraron con la ocupación haitiana (1822-1844), calificaron peyorativamente de “filorios” (o “jóvenes sin experiencia”) a los trinitarios (desde 1838), buscaron el proteccionismo extranjero luego de proclamada la independencia nacional (marzo-abril de 1844), persiguieron (y apresaron o deportaron) a Duarte y sus principales colaboradores (agosto-septiembre de 1844), traicionaron la revolución cibaeña de 1957 y su texto constitucional de 1858, y que -en general- tras enseñorearse durante todo el período histórico de la Primera República (1844-1861) -y justamente porque no tenían fe en su supervivencia- finalmente liquidaron el Estado dominicano con la proclamación de la anexión a España (marzo de 1861).
Igualmente, fueron los mismos que durante la Guerra de Restauración (1863-1865) se sumaron a los ocupacionistas españoles, se opusieron al proyecto progresista de los restauradores azules (desde 1872), derrocaron al ilustre patricio Ulises Francisco Espaillat (1876), endeudaron onerosamente la república (desde 1868 hasta 1906), obligaron a suscribir las convenciones domínico-americanas que lesionaron nuestra soberanía (1907 y 1924), apoyaron la intervención militar estadounidense (1916-1924), se sumaron al cargamontón tiránico del trujillismo (1930-1961), tumbaron a Bosch (1963), no condenaron el fusilamiento de Manolo Tavárez y sus compañeros (1963), apoyaron el desembarco militar norteamericano disfrazado como FIP (1965), justificaron los desmanes de los doce años del balaguerismo (1966-1978), se silenciaron ante el fusilamiento de Caamaño (1973), o intentaron burlar la voluntad popular al ser derrotados electoralmente (1978).
Esos “patriotas” -y hay que recordarlo porque a demasiado gente, inclusive del PRD o sus entornos, parece que se le ha olvidado- también fueron los que pusieron en movimiento la campaña de mediados del decenio de los setenta del siglo pasado destinada a tratar de desprestigiar o “asquerosear” al doctor José Francisco Peña Gómez con los alegatos más infames que se han escuchado en la política dominicana: algunos de los adversarios (desde la derecha radical y el ultranacionalismo) del entonces líder máximo del PRD descubrieron que el principal “peligro” que se cernía sobre la nación dominicana era el origen haitiano de éste (un origen que ya nadie discute ni invoca ni importa para nada), no la falta de solución de los grandes problemas que nos acogotaban (problemas que, por pura casualidad, son casi los mismos de hoy).
En principio el más prominente y bullicioso portavoz de la “preocupación” por el “peligro” que involucraba el origen haitiano de Peña Gómez lo fue el ex contralmirante Luis Homero Lajara Burgos (en su momento de mayor gloria erigido en “rey del disparate y archipámpano de la risa” dentro de la política dominicana), quien luego de abandonar la militancia en el PRD (tras ser aspirante frustrado a la candidatura presidencial de éste en 1970), formó un pequeño partido derechista, se prestó a legalizar la farsa electoral de 1974 y, quizás lanzando una cortina de humo sobre esto último, inició una desenfrenada campaña encaminada a demostrar que aquel no era dominicano sino haitiano (según él, su nombre real no era José Francisco Peña Gómez sino “Oguín Pié”), y que su principalía política y su ascendencia de masas eran una “seria amenaza” para nuestra soberanía, nuestra nacionalidad y nuestra independencia… Por suerte, el tipo nunca llegó a ser dueño de circo: apenas llegó a payaso.
Es fuerza recapitular la cuestión una vez más: ese “punto trascendental” (la expresión es de un descollante abogado que todavía hoy nos sigue amenazando con el enema ultranacionalista) de la agenda “patriótica" provenía de ciertos sectores minúsculos de la sociedad dominicana que eternamente habían hecho causa común con los poderes establecidos, y que por tanto eran parte o respondían a los intereses de las élites económicas y políticas tradicionales del país: o sea, la pequeñísima porción de la nuestra población que no sólo vivía la “dolce vita” ajena a los grandes problemas nacionales (miseria, desempleo, desnutrición, insalubridad, analfabetismo, exclusión social, delincuencia, apagones, etcétera, etcétera) sino que se beneficiaba de su existencia (sin mencionar el otro hecho “casual”: ellos mismos eran los que traían “camionas” repletas de haitianos a trabajar en sus empresas o fincas y, violando las leyes migratorias, no los retornaban a su país para ahorrarse gastos de transporte y futura recontratación, convirtiéndolos en habitantes ilegales de esta parte de la isla).
La campaña “patriótica” contra Peña Gómez amainó tras la llegada al poder del PRD en 1978 (no convenía pelearse con el partido en el gobierno, y mucho menos sabiendo que Balaguer parecía un putrefacto cadáver político), pero se resucitó cuando en 1984 a alguna gente se le ocurrió la “nefasta” idea de que aquel debía aspirar a la presidencia de la república y no seguir “atajando para que otro enlace” (no confundir esta postura político-ideológica con un hecho de la misma época: el tosco intento de golpe de mano jorgeblanquista al licenciado Majluta para las elecciones de 1986), y se llevó al paroxismo cuando en 1994 la candidatura del líder perredeísta se colocó como puntera en los muestreos electorales. En este proceso electoral ocurrió, inclusive, lo impensable: individuos de la antigua izquierda (“¡muñecas y bicicletas para todos!”) se convirtieron al balaguerismo y empezaron a asumir el discurso ultranacionalista.
(Los propietarios del circo seguían siendo entonces más o menos los mismos, pero cambiaron el payaso, y ahora el portavoz más estruendoso de los “patriotas” lo era el abogado anteriormente mencionado -entonces anatemista de los “latrocinios” y las “inconductas” de los gobiernos del PRD y de sus “perversas vinculaciones” con el narcotráfico”-, al que luego se adicionarían un antiguo funcionario balaguerista de conocida extracción oligárquica y un ex dirigente perredeísta de prosapia trujillista. ¿Se olvidó todo eso? Fue tal la influencia que adquirieron con la prédica ultranacionalista contra Peña Gómez, siempre con el apoyo de la ultraderecha del país, que hasta el presidente Joaquín Balaguer -el único dominicano que ha escrito un libro para justificar la propuesta de una confederación entre República Dominicana y Haití- se sumó a aquella jornada “patriótica” auspiciando el uso groseramente abusivo del himno nacional y sugiriendo que el líder máximo perredeísta era un “extranjero” que representaba el “camino malo”).
Lo que ocurrió en los comicios de 1994 es historia conocida (y muy en particular para el flamante líder actual del PRSC y el finado doctor Olivero Féliz, conforme al testimonio de este último), pero como la orquestación fraudulenta fue puesta en evidencia y frenada por la beligerante postura de rechazo del PRD y -no se puede ocultar en honor a la verdad histórica- por las “sugerencias” del gobierno de los Estados Unidos (otra coincidencia sabrosa: el de Bill Clinton, tan odiado por el ultranacionalismo vernáculo de hoy), un grupo de personalidades de la ultraderecha y de ex izquierdistas “bautizados” en el balaguerismo (agrupados en la llamada “Unión Nacionalista”) de buenas a primeras se constituyeron en los nuevos campeones del antiimperialismo del patio: para “denunciar la injerencia de los Estados Unidos” (que al parecer no era tal cuando favoreció a Trujillo, Donald Read o Balaguer) y la “amenaza haitiana” y los “planes de ocupación y fusión” representados supuestamente por Peña Gómez.
Esa es la Historia -hay que repetirlo-, se esté o no de acuerdo con sus desenlaces, y el pronunciamiento “patriótico” del nuevo líder del reformismo la ha desempolvado una vez más en mi “sesera” de dominicano que la conoce porque la estudió o la vivió… Que haya quienes en estos momentos (para justificar los brincos político-ideológicos que han dado o por los intereses a los cuales se han vinculado en los últimos tiempos) apuesten por ignorarla o evadirla, no significa que no exista o no esté al alcance de quienes la busquen en los textos o en las memorias sobre nuestro pretérito… Y la razón es simple: con la Historia sucede lo mismo que con la luz: puede ser objeto de ocultaciones o refracciones (e inclusive hasta de manipulaciones y juegos de desfiguración ante la mirada de los incautos y los zoquetes) pero no se puede escupir ni borrar: es impermeable e indeleble.
(*) El autor es abogado y profesor universitario
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