“Se requiere del enemigo externo para desviar la atención de las masas cuando un poder, desbordado por reclamos populares, no dispone de los medios para enfrentarlos efectivamente”. (Leonte Brea)
El ambiente electoral que se vive tanto en Haití como en la República Dominicana aporta un ingrediente complejo a las tensas relaciones entre los dos países, creando dificultades adicionales para la búsqueda de un acuerdo racional que ayude poner fin al diferendo planteado en torno al tema migratorio.
No hay que escudriñar demasiado para entender que la actual confrontación entre Haití y la República Dominicana es un conflicto conveniente para importantes sectores de poder en ambos países, que se benefician de la natural corriente de cohesión interna que generalmente se deriva de una amenaza, real o potencial, de origen externo.
En el caso de Haití esta coyuntura no solo es conveniente, sino particularmente oportuna, ya que ha contribuido a disminuir la presión política y social que ha venido confrontando el presidente Michel Martelly desde que a principios de este año 2015 comenzó a gobernar por decreto luego de la disolución del Congreso.
El conflicto también le ha servido a las autoridades haitianas para llamar la atención a la comunidad internacional sobre la dramática situación de pobreza que abate a ese país y que impulsa a su población a emigrar bajo las más difíciles condiciones. Visto desde esta perspectiva debería resultar comprensible, aunque no justificable, el tono agresivo y desafiante que han utilizado los dirigentes haitianos para ventilar sus diferencias con el gobierno del presidente Medina en torno al Plan de Regularización de Ciudadanos Extranjeros residentes en la República Dominicana.
Sin embargo, no solo los haitianos se benefician de este conflicto. El litigio también le ha caído como anillo al dedo al presidente Medina para invocar la tesis del enemigo externo y promover una amplia plataforma de apoyo en el plano interno sobre la base de que Haití representa una verdadera amenaza contra la seguridad nacional, para lo cual contaría con la complicidad de varias potencias extranjeras y algunos organismos internacionales.
En el caso dominicano, el debate planteado alrededor de este conflicto ha despertado un exacerbado nacionalismo que se ha traducido colateralmente en una clara expresión de apoyo político al Gobierno de Medina, creando, además, un escenario propicio para relegar los grandes temas que preocupan al país, como la creciente ola de delincuencia y criminalidad, el sostenido déficit energético, la inequidad salarial y el alza de precios de los artículos de la canasta familiar, los reclamos populares por la paralización de obras tan esenciales como acueductos y hospitales, el déficit fiscal y el excesivo endeudamiento, el problema de la corrupción y la impunidad; y casos tan puntuales como la sobrevaluación del contrato de las plantas de Carbón y el sórdido negocio en la compra de terrenos para la construcción de escuelas, a propósito de la reciente revelación de una supuesta estafa por 47 millones de pesos en perjuicio del Ministerio de Educación.
Visto este panorama, podría asumirse que el conflicto entre Haití y la República Dominicana es mutuamente conveniente para los principales grupos dominantes de los dos países y por lo tanto parecen dadas las condiciones para que ambas partes hagan todo lo necesario para potenciar y prolongar el impasse, habida cuenta de que tal como postula el profesor Leonte Brea, “En muchos casos, la permanencia en el poder de determinados grupos y de la ideología que los sustenta depende totalmente de esos enemigos externos. Se necesitan mutuamente a tal punto que ninguno podría existir sin el otro”. (25 de julio 2015)