En medio de la oscuridad de la sala Ravelo del Teatro Nacional, dos lagrimas furtivas corrieron por las mejillas de la madre de una “niña especial” mientras veía la obra “Olivia y Eugenio” del escritor Herbert Morote protagonizada por la inmensa Cecilia García acompañada del joven José Ricardo Gil Ostreicher (Jochi), bajo la dirección de Carlos Espinal.
Jochi es Eugenio, “un niño especial”, -como le llaman ahora- estigmatizado socialmente por haber nacido con el “Síndrome de Down” (trastorno cromosómico) como muchos otros en el mundo.
Cecilia es Olivia, la madre que, en un monologo sombrío y triste, va narrando la dramática historia de su vida, no la de Eugenio, cuya soledad y tristeza es menor porque su mundo es de amor, fantasía, colores y banderas.
La obra no procura provocar lástima, ni pena hacia las personas con Síndrome de Down o cualquier otra dificultad física o neurológica; por el contrario, es una reflexión para entender su existencia, para aceptarlos, quererlos y amarlos como seres humanos, sin reparar en ninguna otra condición, porque ellos solo saben amar.
El espectador puede creer que Olivia cuenta la historia de su hijo Eugenio, pero en realidad está hablando de sí misma, de su vida, de su dolor, de su tragedia. El hijo “especial” en verdad –lo descubrirá luego- la salva del abismo cuando comprende que su única razón de existir y de vivir.
Ella estuvo casada con un ludópata, alcohólico, perdido en mundo de las drogas, que solía “perderse durante semanas” abandonando a su esposa y sus dos hijos hasta que le llegó la muerte fruto de un infarto o una sobredosis.
Y para colmo de males, le llegó el cáncer de mama con un diagnostico fatal de seis meses de vida, lo que la lleva casi al delirio planificando su muerte y la del hijo para “no dejarlo solo” a merced de un hermano irresponsable al que solo le interesa el dinero que pueda tener la madre.
Consternada, Olivia le dice al auditorio que se mantuvo petrificado durante todo el trayecto, sus planes suicidas. Pero con su sonrisa, su gracia, su ingenuidad, su inocencia y su amor, Eugenio la hace recapacitar y entender que nada es más preciado ni más hermoso que la vida no importa que la muerte esté cerca.
Al final, madres e hijo, ella más enferma que él, terminan fundidos en un abrazo tras tomar la decisión de irse para la playa, es decir, vivir, no morir.
Olivia y Eugenio es una apuesta por la vida, no por la muerte.
La obra Olivia y Eugenio es una apuesta por el amor, la ternura y la comprensión, no por el odio, la maldad y los prejuicios de una sociedad que pretende imponer valores falsos sobre quién es y quien no es “normal”.
La actuación de Cecilia García, la artista más completa que tiene la República Dominicana, es como ya tiene acostumbrado al público, sería, profesional, con gran dominio escénico y dueña del personaje que representa. Excelente.
Jochi, no tiene que ser un “actor”; es decir, no tiene que fingir, ni desdoblarse para ser quién es. Simplemente tiene que seguir los pasos del libreto. No es casual que el autor de la obra exija que el protagonista sea alguien con el Síndrome de Down.
La dirección de Espinal también estuvo acertada. Él tiene la capacidad y la experiencia para la puesta en escena de grandes trabajos teatrales.
Olivia y Eugenia es una obra que vale la pena ver. Ojalá no solo se presente en el Teatro Nacional. El mensaje no puede ser más impactante, más aleccionador, ni más humano. ¡Véanla!