Todos hemos experimentado alguna vez el deseo de ser mejores: mejores en la familia, mejores en el trabajo, en las diversas circunstancias que manejamos o que nos manejan.
Sin embargo vemos como nuestros propósitos de bien sucumben ante una falta de vida interior, esto es, de unión con el que nos hace fuertes y capaces de progreso en nuestro entorno: Dios. Por eso, hoy en día, hay tantas cuestiones que naufragan a pesar de nuestra buena voluntad, porque no somos fuertes para resistir y aún menos para perseverar. Desengaños y fracasos son el pan nuestro de cada día, junto con pequeñas victorias que nos animan a continuar con pequeñas y grandes metas.
Pero proponernos algo no significa éxito inmediato, sino que hay que contar con el tiempo y sobre todo con la ayuda de Dios, que es nuestro Padre y nos quiere ver felices, disfrutando de los buenos momentos de la vida pero sin perjudicar a nuestra alma. Por tanto, un equilibrio debe darse en toda persona: el encontrar sentido a la vida y el permanecer unido al Dios eterno que vela por nosotros en espera a que le solicitemos ayuda y reconozcamos todo lo bueno que gracias a Él tenemos.
Virtud y vicio es un tándem que sobrevive en todo mortal a pesar de sus esfuerzos. Es por ello que debemos inclinar la balanza hacia lo que nos acerca a Dios y a su premio eterno: el Cielo, si queremos vivir con plenitud de vida y no con un simple “ir tirando” que nos apoca y nos sume en la desesperación de no tener a nadie que nos sostenga en nuestras diarias dificultades y así aparezcamos hundidos en una mediocridad espiritual, incapaces de levantar nuestros ojos al Cielo en busca de socorro.
Tener a Dios por amigo es tener asegurada la victoria en muchos casos. De ahí la conveniencia de recurrir a Él en todas las ocasiones en las que nos sintamos impotentes de salvar una situación. Esa es la lógica del cambio que debemos seguir si queremos vivir de acuerdo con nuestra dignidad de salvados, puestos por Dios en la Tierra para dar el ciento por uno.
Isabel Planas
Valencia
España