“Tanto dolor se agrupa en mi costado que por dolor me duele hasta el aliento”. Miguel Hernández. (A Chiqui y Momoncho)
Cuando Radhamés Gómez Pepín se inició como periodista –reportero- yo no había nacido, pero cuando lo hice como periodista, ya con algunos años embadurnando cuartillas en varios medios de comunicación, lo hice a su lado hace más de 30 años cuando llegué al periódico El Nacional, donde era jefe de redacción bajo la dirección de Mario Álvarez Dugan (Cuchito).
Su muerte deja un vacío enorme en la sociedad, sobre todo en los medios de comunicación, entre los periodistas y comunicadores, porque sin pretenderlo Radhamés se convirtió en una escuela de redacción y estilo, de moral y ética, que tanta falta hace hoy día, sin haber ido a una universidad en busca de un título.
Radhamés fue un maestro, un guía, un ejemplo, enemigo de los abusos y las injusticias, con quién mantuve una relación de padre e hijo, no siempre armoniosa ni afable, por su carácter duro, a veces implacable, -como lo es el mío- que nos enfrentaba, principalmente cuando –para protegerme de mí mismo y de mis enemigos- no publicaba algunos de mis artículos. (Nunca fue censura).
A su lado pasé momentos inolvidables, dentro y fuera de la redacción de El Nacional, que llevaré por siempre como una herencia de amistad y de amor, de la misma manera en que no olvido a doña Ana, su madre, que estrechó mi mano con fuerza inesperada poco antes de morir, hace ya algunos años.
Cuando se fue mi padre sentí que algo mío se fue con él; cuando murió mi madre, de algún modo morí también. Ahora que se va Radhamés, intento amarrarlo para siempre en mi memoria, dejar su legado en mi conciencia para no caer ante las adversidades de lo que me resta de vida, manteniendo el espíritu de lucha que mantuvo, aun en los peores momentos, este coloso del periodismo.
“Se fue Papi, Juan”, fueron las palabras de Chiqui cuando lo llamé. Podía sentir su corazón destrozado en su voz de hijo bueno, al lado de su padre por más de 60 años.
La trágica noticia no fue una sorpresa. Lo sabía. Sabíamos que un día cualquiera –pero pronto- dejaría de respirar. Pero nadie está listo –aunque lo crea- para ver partir a un ser querido, mucho menos a un padre amoroso, tierno y solidario como lo fue Radhamés con sus hijos.
Quise llorar. Mis ojos se inundaron. Pero me resistí. Radha, como le decíamos todos en las redacciones por donde pasó, no puede ser velado con llanto, aun cuando el dolor nos ahogue y nos oprima el pecho.
A su lado pasamos muchos momentos felices. Tengo en el almacén de mi cabeza un baúl lleno de anécdotas, de chistas, de cuentos de todos los colores (muchos coloraos), discusiones, palabritas y palabrotas, celos y contra celos, que en lontananza me provocan una leve sonrisa.
Los seres que se aman, lo digo siempre, no se van. No mueren en nuestras vidas. Nosotros, los que amamos a Radhamés, lo mantendremos vivo hasta el final de nuestro andar por la tierra.
¡Descansa en paz, padre amado! ¡Descansa en paz viejo roble! ¡Y deja que la lluvia abone la tierra donde posan tus restos!