El nacionalismo es un sentimiento hermoso, moral y políticamente sustentable y, por ello, edificante y constructivo, siempre que se exprese como amor a la heredad, protección a la soberanía (en tanto expresión de la sana voluntad organizada de la sociedad y de la legítima autoridad del Estado), defensa crítica y justa de lo propio, y sobre todo sin arrogancia ni agresividad frente a los demás.
El nacionalismo de verdad no afea su rostro con proclamas aislacionistas ni con imprecaciones racistas o xenófobas: se sabe parte de la totalidad humana planetaria, diversa y plural, y promueve la hermandad, la solidaridad y la convivencia pacífica entre todos los pueblos del orbe.
El nacionalismo de verdad no agrede: tiene su identidad propia, carece de complejos y aberraciones existenciales, acepta sus límites geográficos y étnico-culturales, y sólo ataca para repeler una agresión. Es defensivo tanto en la guerra como en la paz.
El nacionalismo de verdad no se basa en la mentira: es devoto de la transparencia, no acepta razonamientos torcidos, rechaza la infamia, abomina de las consignas huecas y, muy específicamente, no admite falsificaciones de la realidad o de la Historia.
El nacionalismo de verdad no grita, desaforado, contra las opiniones adversas y la disidencia conceptual o ideológica. Es firme e intransigente, pero también mesurado, democrático y tolerante. Vive en la conciencia, no en la fuerza bruta. Promueve el amor, no el odio ni el resentimiento. Es una convicción de hombres libres, no un arrebato de torpe sinrazón, un vocerío de papagayos a sueldo o un escudo de vulgares tiranuelos.
Así fue el nacionalismo de Duarte, Luperón, Máximo Cabral, Caamaño, Bosch o Peña Gómez… Estos fueron gigantes del patriotismo, figuras egregias de bonhomía incuestionable (siempre opuestos a los maledicentes y a los malvados), de integridad política y personal a toda prueba (jamás cayeron en la concupiscencia o en el pillaje de Estado), de paradigmáticas ideas y praxis sociales (apostaron siempre por el bien común y el progreso colectivo), y nunca se ensañaron contra los débiles o los indefensos.
Ese nacionalismo es el que se encuentra patente y ardiente en nuestras páginas históricas más gloriosas: el que resistió y enfrentó la dominación haitiana (1822-1844), el que se rebeló exitosamente contra la anexión a España (1861-1865), el que desafió con las armas en las manos tanto la primera (1916-1924) como la segunda (1965-1966) invasiones y ocupaciones militares estadounidenses, el que ha estado siempre dispuesto a defender la patria contra todo tipo de conspiraciones antinacionales, eternamente patrocinadas por los conservadores y combatidas por los humanistas y los liberales históricos.
En fin, ese es el sentimiento patriótico (convertido en hecho armado contra la sinrazón y la iniquidad) que nos convirtió en la nacionalidad más heroica de América: la que más ha sido amenazada, las más ha sido ultrajada, la más ha sido atacada, pero la que nunca se ha amilanado ni rendido y, antes al contrario, como el Ave Fénix siempre ha renacido, triunfante y orgullosa, aún de sus propias cenizas…
Es es mi nacionalismo: el de los patriotas, el de los que aman y viven la dominicanidad sin odiar a otra nacionalidad, el de los que se oponen a la violencia y favorecen la paz, el de los que están dispuestos a defender su lar hasta con la vida pero sin agredir ni ofender a nadie, el de los que enarbolan sus derechos soberanos con pasión y dignidad pero sin desconocer los de los demás, sean éstos caucásicos, negros, asiáticos, mulatos o amerindios.
O sea: mi nacionalismo no es ni podrá ser nunca el de los corruptos y los abusadores (esos que se han enriquecido a costa del erario y que atropellan a los desvalidos), el de los paniaguados del poder político y la plutocracia económica (esos que operan desde o financiados por gobiernos, y que no dicen nada sobre las imposiciones del FMI, el BM y el BID, las depredaciones de los banqueros y los empresarios mafiosos, o el saqueo de las empresas mineras), o el de los pazguatos y los imbéciles que se hacen eco de los anteriores, sea por su pobre condición humana o porque reciben el "boroneo" de los de arriba.
Mi nacionalismo es el de los que han cuestionado el modelo neoliberal que nos impusieron los organismos financieros internacionales (a partir de los diez puntos del “Consenso de Washington”), los políticos comerciantes y la cúpula empresarial cunera y voraz del país; es el de los que nunca creyeron en la estrategia de desarrollo del "Nueva York chiquito" (ya presente entre nosotros con sus nuevos “judíos”, sus torres imponentes, su Metro deslumbrante, su narcotráfico encampanado, su raterismo cotidiano, su criminalidad aterradora, sus ratas, sus cucarachas y, claro está, sus abismales desigualdades económico-sociales); es el de los que se oponen a la liquidación de nuestros recursos naturales y claman por una política oficial de protección al medio ambiente y a la biodiversidad.
El mío, insisto, es ese nacionalismo, el que nos ha hecho el pueblo y el Estado que somos en términos históricos y el que apunta hacia lo justo y lo sano, y si bien lo esgrimo hoy contra las exageraciones de entidades internacionales desinformadas y contra el cinismo de las actuales autoridades haitianas (entre las que sobresalen un presidente fantoche aliado de ciertos políticos dominicanos, un primer ministro politiquero con cara de mico y un canciller mentiroso embutido en su traje sastre de alta costura francesa), no por ello me sumo al coro de los ultranacionalistas del patio que ya han “cogido” de pendejos a muchos dominicanos conduciéndolos al olvido de los grandes y graves problemas que afectan en estos momentos a la sociedad dominicana, y situándolos como carne de cañón de una controversia que sólo beneficia políticamente a la plutocracia de ambos lados de la isla.
(Por supuesto, si una entidad internacional fija posición sobre un tema con base en conjeturas, maximalismos y falsedades, deja de ser creíble y merece respuesta decente pero rigurosa; si un alto dignatario de la OEA es citado erróneamente y ponen en su boca lo que no dijo, se hace el ridículo respondiéndole o atacándolo; y si un intelectual europeo afirma que en país hay campos de concentración, simplemente no merece que se le reconozca como tal: sólo un seboruco cree en algo que lee o le dicen sin antes confirmar la confiabilidad de la fuente y la certidumbre de la información).
Una cosa, realmente, no tiene absolutamente nada que ver con la otra… Más allá de la sentencia 168-13 del honorable TC (cuyo mérito nodal es que colocó en la palestra el importante y grave tema de la inmigración extranjera de RD, no sus argumentos y dispositivos de rancia prosapia santanista), lo que existe hoy es un pugilato entre los ultranacionalistas dominicanos de formación trujillista y la desvergonzada y saqueadora clase dominante que encarna desde antaño la élite mulata haitiana, y como los diplomáticos nuestros no tienen la experticia de los vecinos en las artes de la simulación y la mentira, el país ha quedo bien embarrado a escala internacional… Porque en el honorable TC hay jueces patriotas, jueces elitistas y ultranacionalistas (por cierto, curtidos como abogados de la banca rapaz y del alto empresariado criollos), jueces de alma blanca y, desde luego, jueces (por suerte sólo uno o dos) que no saben un carajo de lo que están tratando y decidiendo.
(Mi posición respecto al tema migratorio ha sido clara: todo descendiente de extranjero que haya nacido en el país -español, árabe, ruso, estadounidense, alemán o haitiano- con anterioridad a la vigencia de la Constitución de 2010 y no entre dentro de la categoría de persona en tránsito -que se define en días, no en meses ni en años- o hija de diplomáticos, tiene derechos adquiridos que hay que respetar en atención a la legalidad y la justicia; todo inmigrante extranjero indocumentado que cumpla con los requisitos de la ley 169-14 puede acceder a la residencia legal en RD; y todo inmigrante indocumentado que no cumpla con la citada legislación debe ser repatriado, respetando su dignidad y sus derechos como ser humano… Esto último entraña una prerrogativa soberana e inalienable del Estado dominicano).
No lo olvidemos: la alharaca ultranacionalista ha tenido más auditorio y apoyo en el país que las posiciones verdaderamente patrióticas y de sentido común, y siendo así no sólo algunas entidades internacionales creen que aquellos nos representan a todos como nación y Estado, sino que mucha gente -ni tonta ni perezosa- decidió sumarse de manera oportunista al coro para obtener réditos político-electorales… Nada más… Aunque bípedos orejudos, payasos en cuatro patas, barrigones que medran en el hartazgo, políticos bizcos y barbetas de toda laya, continúen intentando (¡vano afán, porque ofende quien puede, no quien quiere!) colgarme el embustero, ridículo y absurdo sambenito de “traidor”.
(*) El autor es abogado y profesor universitario. Reside en Santo Domingo.
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