El radicalismo en la política ha tomado muchas formas en sus proyectos de ingeniería social utópica en los últimos años; el intento del fascismo y el nazismo de elevar al nacionalismo como forma de culto a la imposición de segmentación étnica, que aspiraba además a la uniformidad y militarización social, o la propuesta comunista de hacer del hombre una pieza sin identidad dentro de un hormiguero basado en una quimérica solidaridad mecánica, como se vio en la sociedad de obreros soviética o en la comunidad de campesinos de Pol Pot.
El contraste entre lo progresivo con lo abrupto y lo reaccionario, se resuelve con su lenguaje respectivo para conseguir la victoria más efectiva: la pérdida de legitimidad. El fanatismo se exacerba hasta el límite de lo indefendible y ahí cae por su propio peso, con la misma premura y torpeza que su revolucionaria voluntad. El Reich de los mil años se convirtió en cenizas y escombros apenas cumplidos los 12 y el muro de Berlín se derrumbó de repente casi al unísono de la inmensidad soviética. El ahogo interno y la animadversión externa fueron tan determinantes como los bombardeos o la carrera nuclear.
Hoy el rostro más importante del radicalismo se desprende de sociedades embebidas en todas sus manifestaciones por el dogma religioso. Pero la correlación interna y externa es polimorfa, por un lado, en los grados del sectarismo, Daesh está en el máximo punto de la escala, donde la teocracia ya no es solo un proyecto ultraconservador y retrogrado, sino que un instrumento de violencia desenfrenada.
Al mismo tiempo, en el seno de Occidente se ven dos caras más en forma de tendencias superficiales: una marcada por la intolerancia generalizadora y otra por la autoculpabilizacion. La idea de discriminación tajante entre civilizaciones es incompatible con los procesos globales, pero también lo es el aprovechamiento ideológico o el facilismo paternalista y comprensivo de conductas, que en el ámbito propio, son criticadas a ultranza.
La intransigencia expresa la impaciente negación de los cursos armónicos y termina siendo su acelerador. La creciente reciprocidad intercultural está modificando muchos procedimientos milenarios, cuestionando inevitablemente tradiciones que parecían indiscutibles. Todo esto estaría desencadenando un trauma que posibilita la germinación del extremismo religioso y la exteriorización del mismo en forma de terrorismo como mecanismo de defensa de valores que inexorablemente se descomponen. Más allá de Atatürk, el esperado maquiavélico mesías que separe por fin la religión islámica de la política, ya ha venido, confusamente multiforme y despacio, pero implacable.
Para resistir las esquirlas de este gran impacto y tramitarlo con eficiencia, ni el mea culpa cristiano ni el “Carthago delenda est” (Cartago debe ser destruida) de Catón son opciones, pero, sin desmedido atavismo, el ejemplo de la antigua Roma es muchas veces útil si se tiene en cuenta su capacidad adaptativa de sincretismo y gatopardismo, la cual estaba apoyada sobre un gran pragmatismo tendiente en cierta manera a la ingeniería social gradual que defendía Karl Popper. Así lo resumió Virgilio: “Fue una tarea difícil fundar Roma”.
El temple del futuro emite la constante y rotunda interpelación que despoja de legitimidad al fundamentalismo, mientras denuncia a su amparo cultural e ideológico como a su intolerante o justificante atizado exterior. Una pregunta como la que Cicerón dirigió en el senado al revolucionario Catilina: “¿Hasta cuándo abusarás de nuestra paciencia, Catilina?”. Una pregunta que inocula de vergüenza y deja al individuo desnudo y sin refugios, ya que como decía Julio César: “Los hombres casi siempre creen de buena gana lo que quieren”.