(Nota introductoria imprescindible: El artículo de esta semana del autor tenía por título “El aniversario trágico del PLD” -un análisis crítico de los resultados del “Congreso Elector Gladys Gutiérrez”-, pero debido al hondo pesar que le ha causado el asesinato del licenciado Juan de los Santos, decidió suspender su publicación y reemplazarlo por el presente, absolutamente ajeno al laborantismo político… Nobleza obliga).
La literatura latinoamericana esencial de la segunda mitad del siglo XX, en general, resultó “purificada” y reivindicada por la ardiente lava del llamado “boom”, una erupción continental de imaginería y creatividad en el viejo arte de la narrativa que, con síntomas de fiebre y urticaria estéticas, en su mejor momento llegó a tener resonancias verdaderamente planetarias.
(Seguramente se recordará que la denominación de “boom latinoamericano” se aplicó sobre todo al estremecimiento que sacudió al mundo de las letras entre la segunda mitad del decenio de los años cincuenta y la primera de los setenta del siglo XX a partir de los trabajos de un puñado de novelistas de América del Sur que, recreando las más crudas realidades del subcontinente a través de un enfoque cuasi surrealista y un lenguaje novedoso, audaz y complejo, provocó una ruptura histórica en la literatura. Sus más notables representantes fueron el argentino Julio Cortázar, el mexicano Carlos Fuentes, el peruano Mario Vargas Llosa, el colombiano Gabriel García Márquez y el chileno José Donoso).
Los integrantes del llamado “boom” latinoamericano, como es harto sabido, quedaron bastante signados, a veces al margen de sus propias estimaciones o preferencias, por unos impresionantes e intrincados ejercicios de creación literaria que supusieron una abrupta ruptura con el “orden” escritural establecido. En su momento -el símil es truculento pero viable- algunos de ellos parecieron encarnar la contraparte lingüística del modelo insurreccional de lucha política que reverdecía en varias latitudes de la América irredenta.
Tal percepción se fundamenta en el hecho de que, si bien esos ejercicios se levantaban en principio desde la exaltación pública de los semidioses de las escuelas francesa e inglesa, los miembros del referido grupo experimentaban con el idioma -en busca de nuevas y originales formas de expresión- y se desvivían tratando de encontrar el “gran tema” de la literatura del Nuevo Mundo, pero no al estilo apacible y esclarecedor del Libro de Mormón que el ángel Moroni le ubicó como “nuevas escrituras” a José Smith, sino al modo ígneo y demoledor del Apocalipsis que el Creador le reveló a San Juan.
En sus instantes más felices y bajo el influjo de una estética vanguardista típicamente latinoamericana, los ejercicios en referencia fueron entusiásticamente denominados (en un esfuerzo por distanciarse tanto del concepto de “arte por el arte” del decadentismo romántico decimonónico como de la infame y acartonada “literatura revolucionaria” soviética del siglo XX) “realismo mágico”… Y ciertamente, en ellos la realidad era fabulosa y abracadabrante, y sus personajes parecían magos de lo histórico y lo cotidiano.
La singular tendencia de escritura propia del “realismo mágico” entrañaba, valga la insistencia, una recreación de los hechos reales a partir de un enfoque alternativo de subversión imaginativa: a caballo de un lenguaje desenvuelto y punzante las más insignificantes incidencias ordinarias del individuo o de la colectividad se convertían en maximalismos fácticos, y las epopeyas personales, locales o nacionales quedaban reducidas a meras expresiones de minimalismo psico-social. Así, el texto devenía un golpe de mano contra lo obvio y lo convencional que desbordaba la añeja preceptiva y arrinconaba a los creadores tradicionales.
(No es ocioso enfatizar que el “realismo mágico” sólo podía ser hijo del espíritu creativo de los latinoamericanos, pues desde que se superaron los traumas temáticos provocados por la Segunda Guerra Mundial las realidades del viejo continente habían dejado de tener arrestos de maravilla, y sus principales cultores literarios se habían dedicado a saquear, para exhibir creaciones que desafiaran el tedio europeo, las arcas culturales de China, Japón, la India y los restantes pueblos de Oriente. Sólo, pues, los latinoamericanos contaban con “materia prima” novedosa y bruta para poner en acción el cortante pero prodigioso buril de la creación literaria).
Más específicamente, las obras de esa “vertiente” del “boom” fueron recipientes en los que la deslumbrante ampulosidad de la palabra se mezcló, en yuxtaposición o en disyuntiva, con personajes que presentaban una compleja simplicidad psicológica (no hay nada paradojal aquí) y con increíbles entramados pueblerinos (rurales o urbanos) que tenían siempre como telón de fondo la historia rigurosamente documentada o la experiencia humana irrefutable… La explosión de creatividad y conciencia era, pues, absolutamente inevitable.
Mario Vargas Llosa, empero, a pesar de que ser -por tiempo, formación y aspiración- un destacado avecinado del “boom”, desde sus primeras producciones públicas empezó a distanciarse considerablemente de la tendencia escritural encarnada por el “realismo mágico”: su lenguaje y su estilo se fueron alejando, sostenidamente, de los acentos y registros de aquel, y al final nada les resultó común en tales tenores.
Ciertamente, aunque las obras del eximio peruano son verdaderas criaturas de ingeniería cerebral y orfebrería verbal, carecen de las columnas dóricas, las figuras góticas y las cúpulas de áurea brillantez artificial que fueron características de la rutilante catedral del lenguaje literario latinoamericano de la segunda mitad del siglo XX que edificaron los miembros del “boom”.
Las obras de Vargas Llosa, por lo demás, sin dejar de ser casi siempre construcciones monumentales (grandes o pequeñas), se han caracterizado por cierta modestia en el uso de las imágenes, por giros comunes de la narración y el habla, y por una pronunciada sobriedad: a veces parecen ser espontáneas hechuras de un buril manejado por el alma sencilla de un gacetillero oficiante o de un simple parlante urbano.
En otras palabras, aunque Vargas Llosa es dueño de un espíritu creativo y un verbo de matices inconmensurables, patentes en la precisa arquitectura de sus tramas y en la perfección de su decir, el modo en que transcurren idiomáticamente sus libros no deja de ser limpio y directo como río canalizado, y por eso las más de las veces se muestra carente de sinuosidades arrebatadoras y despoblado de florilegios tanto en sus corrientes centrales como en sus márgenes: es obra que se lee, pero no que se regurgita en la sesera.
“Travesuras de la niña mala”, kilométrica reseña de una tormentosa historia de amor y traición escrita en primera persona, confirma una vez más al laureado escritor peruano en esa militancia de la creación literaria y la escritura. Desde el comienzo hasta el final, la obra tiene el inconfundible olor de su casi abierta deserción frente a sus pares del “realismo mágico”: no se mueve en su aparatoso oleaje verbal, pero tampoco se arrastra al pie de sus níveas espumas.
La novela se inicia en la Lima natal del autor y, tras desparramarse por París, Londres y Tokio, aterriza de manera cinematográfica en Madrid y, finalmente, concluye en la campiña francesa. A lo largo de sus páginas, virtuales escaleras de meses y años que se entrecruzan y cortan por doquier, un enfermizo amor de culebrón se desarrolla a intervalos intensos entre dos connacionales de orígenes, temperamentos y aspiraciones vitales encontrados, y el lector se convierte en testigo presencial de sus incidencias y desenlaces sintiendo por sus personajes centrales conmiseración, resentimiento y decepción al mismo tiempo.
El personaje primordial -aunque el título sugiere otra cosa- es un limeño sencillo y bonachón que, dedicado al oficio de las traducciones y la cultura idiomática, decidió desde temprano que su máxima aspiración en la vida consistía en vivir en la ciudad de París. Lograda tal aspiración, se enreda en una serie de rutinarias madejas existenciales que lo convierten en víctima de curiosísimas circunstancias: artista de la palabra sin arte definido, revolucionario sin revolución, latino en la oscuridad dentro de la Ciudad Luz, viajero impenitente sin destino cierto y, desde luego, fervoroso y entregado amante sin amor de verdad.
Digámoslo de manera más precisa: la obra es la historia de un pendejo llamado Ricardo Somocurcio (prisionero de los amores más imbéciles del siglo y recipiente de los cuernos más estrafalarios de todos los tiempos) y de una putica peruana de barrio pobre con más identidades que una espía de la CIA o el KGB (Lily, la chilenita, la camarada Arlette, madame Arnoux, Mrs. Richardson, Kuriko, “la niña mala”, etcétera) de la que aquel se prende y reprende cíclicamente a contrapelo de sus inescrupulosos andares y sus reiteradas traiciones carnales y sentimentales.
El pendejo vive su desarraigo existencial entre breves oasis de amor unidireccional y largos espacios de olvido obligado, y ella anda por su mundo (del cual él es un comodín ocasional o aditamento de conveniencias coyunturales) obsesionada por la buena vida y, por ello mismo, con las piernas abiertas para dejar entrar a los más diversos dueños del dinero. El pendejo siempre está corneando o está corneado. Ella siempre está gozando o dejándose gozar. En definitiva, es la conocida carajada de que “las chicas buenas aman a los chicos malos”, pero en esta ocasión al revés, al derecho y de lado.
(Por cierto, Vargas Llosa insiste en su extraña manía de brindarnos personajes que, a despecho de su preciso diseño en términos de fisonomía físico-espiritual, poseen unos nombres tan raros como abominables e insufribles, circunstancia que forzosamente no sólo termina confinándolos al anonimato y al olvido sino que, al mismo tiempo, virtualmente los empuja a protagonizar casi una rebelión contra la merecida fama de su creador. Se trata de nombres que atentan contra la buena fama y el simple recuerdo de sus dueños: un minuto después de haberlos conocido ya se han esfumado de la memoria).
La novela de Vargas Llosa describe un sinuoso curso de altibajos y laberintos cotidianos en la vida de Somocurcio que, no obstante las expectativas formadas en cada capítulo desde sus primeras letras y a contrapelo de que rueda por el viejo continente y zonas aledañas al mejor estilo de una piedra de Sísifo, siempre desemboca en la desilusión y en la entrega cerval al trabajo como efectivo anestesiador de culpas y conciencias.
“Travesuras de la niña mala” es, pues, una historia humana, muy humana, demasiado humana: tanto, que por veces el lector se siente tentado a entrar a la trama de la novela para compartir sentimientos, emociones o informaciones con sus personajes, y darle otro curso a sus dramáticas vivencias cotidianas.
Notoriamente mediocre y desgastada como trama, mala y repetida en su dinámica vital, la novela parece una obra de recaudación comercial y no una creación diletante del espíritu: Vargas Llosa no aporta gran cosa ni al tema como fragua literaria ni al género como fuente ficticia de alternativas existenciales.
Pese a ello, empero, no se puede negar que “Travesuras de la niña mala” en ocasiones alcanza estatura de buena novela (sobre todo por ser obra de una pluma diestra y experimentada como la del más laureado escritor peruano de todos los tiempos), y que talvez ello baste para librarla de las llamas del desinterés y, probablemente, de las cenizas del olvido.
(*) El autor es abogado y profesor universitario
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