Por José Carlos García Fajardo
Existe una tradición milenaria que proclama “amarás al prójimo como a ti mismo”. Aunque ya hay textos hindúes y budistas que la expresaron centenares de años antes. En la parábola del Buen Samaritano está la respuesta al fariseo que pretendía zafarse de toda responsabilidad con quienes no fueran “los suyos”.
Tanto en la tradición judía como en el calvinismo, que va a dar origen al capitalismo deshumanizado, el concepto de pueblo, familia, relación tiene algo de contractual y de mutuo beneficio: te doy esto para que me des aquello o no te hago esto para que no me lo hagas tú. Ahí tiene su origen el individualismo que se va a confundir con la Ilustración que separa religión y cultura, reduciendo aquella a una ideología. Se pueden distinguir pero no separar, pues lo religioso es una dimensión del hombre en busca de sentido.
La religión confiere a la cultura su sentido último mientras que la cultura presta a la religión su lenguaje para que pueda expresarse en un contexto cultural. Todo lenguaje está determinado culturalmente y toda cultura está informada por una visión última de la realidad. De ahí que ninguna religión pueda tener el monopolio de lo religioso, de la dimensión trascendente del ser humano y de su expresión por medio de ritos, culto o celebraciones para acercar lo humano a su más plenaria dimensión. La sabiduría está en aceptar y en respetar las diversas tradiciones religiosas como fenómenos que expresan diferentes expresiones de religiosidad siempre que no vulneren los derechos fundamentales de los seres humanos.
No es de recibo admitir la pretensión que hacen algunos seguidores del hinduismo, del budismo, del judaísmo, del cristianismo o del Islam de que la suya es el culmen de las demás religiones. Todas las religiones arrancan de un sentimiento ante lo misterioso humano primordial, sin embargo, cada tradición religiosa tiene fronteras determinadas con sus límites geográficos e históricos.
La pretensión de universalidad y el concepto de misión han llevado a desarraigos y a explotaciones inhumanas e injustas. De la misma manera que los pueblos poderosos han pretendido “civilizar” a quienes consideraron “salvajes” porque vivían en las selvas, los misioneros de esas tradiciones entraron a saco en otras culturas tratando de paganos y de supersticiosos, cuando no de ateos y de idólatras, a quienes no pensaban como ellos: destruían sus símbolos calificándolos de ídolos y los obligaban a arrodillarse ante dos palos cruzados, o ante una caja de metal que guardaba un trozo de pan o ante una imagen de escayola. Renegaban de sus cultos con fuego y resinas aromáticas y ellos usaban incienso, velas y agua. Otros los obligaban a cercenarse el prepucio o a postrarse en dirección a la Meca. ¿Qué fue el colonialismo sino un monoculturalismo cuya esencia es creer que desde una sola cultura se puede abarcar la gama total de la experiencia humana?
El culto verdadero se practica en “espíritu y en verdad”. En espíritu, no importa dónde ni bajo qué forma porque todo lugar es santo. Toda verdad se inscribe en una relación inter personal. La verdad es siempre concreta. Todo está relacionado con todo, de manera que nuestra responsabilidad es universal. Sin sincretismo ni relativismo alguno.
“Amar al prójimo como a uno mismo” entraña una relación de reciprocidad. Porque el otro nunca podrá ser objeto de nuestro amor ya que siempre será sujeto que interpela. El objeto es medio o instrumento para un fin y el otro es un fin en sí mismo.
El justo no pretende hacer cosas buenas, sino que bueno es lo que hace el justo. Si se busca el mérito de las acciones, éstas se prostituyen. De ahí que el justo no se preocupe por hacer cosas buenas sino que “bueno es lo que hace el justo”. Justo es el término bíblico para sádhaka, el que se ha puesto en camino descubriendo que camino, verdad y vida son la misma realidad.
Ante la pregunta farisaica se alza la evidencia que descubren los sabios, los niños y los limpios de corazón: El otro soy yo, el próximo.
Es preciso encender un fuego para quien sea y donde sea, sin esperar nada a cambio, por el placer de compartir. Porque la esperanza no es de lo futuro, sino de lo invisible. Y en esa donación se descubre la plenitud del regalo como presente. Pues si siempre hay más gozo en dar que en recibir, esta es una asignatura pendiente: cuando se aprende a recibir se enriquece al donante que se desborda, se vierte y así se establece la conversación (cum versare, verternos juntos) y la conversión o metanoia que nada tiene que ver con la idea de penitencia impuesta por un cierto cristianismo distante del mensaje y la conducta del Rabí de Nazaret.
José Carlos García Fajardo
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del Centro de Colaboraciones Solidarias