En la historia del país las cartas pastorales de los obispos siempre han alcanzado una proyección más abarcadora que la que pudieran recibir en todos los templos católicos en los que han de ser leídas y adoptadas como pauta para el sermón, porque cuentan con amplia cobertura mediática y se convierten en temas obligados de articulistas, comentaristas de radios y televisión, líderes sociales y empresariales, y los voceros de los partidos políticos.
Aunque la más de las veces el texto tenga una orientación dirigida a lograr en cada persona que profesa la fe cristiana un espíritu más colaborativo, autocritico, participativo y solidario, como es el caso del documento que se ha emitido con motivo de la conmemoración del Día de la Altagracia, es lamentable que la mayoría del pueblo dominicano sólo acabe conociendo, y no siempre en el contexto apropiado, el extracto político de la pastoral y se pierda el mensaje apostólico sabiamente elaborado que se presenta en cada una de esos documentos.
Resulta muy valiosa, aunque no nueva, la preocupación sobre la corrupción que “priva a la población de recursos económicos que deberían ser destinados para satisfacer necesidades básicas: educación, vivienda, alimentación, salud, seguridad, justicia, salarios dignos”.
Y en nuestro país es cierto que el gran estímulo de la corrupción son la impunidad y la complicidad, “Los empobrecidos, víctimas del sistema corrupto, piden misericordia para que les sea devuelto lo que en justicia les pertenece para vivir con dignidad”.
Sobre el incumplimiento de la ley dicen: “Estamos en un país donde no faltan las leyes, pero no siempre son respetadas y aplicadas o se aplican a los ciudadanos de una manera muy selectiva. Un país donde a todo se le quiere buscar la vuelta con tal de evadir hacer lo correcto”.
En esta pastoral los obispos se refieren al principal de los problemas del país reflejado en las encuestas de mayor credibilidad: inseguridad ciudadana, “es altamente preocupante el alto nivel de violencia que ha ido permeado todas las esferas sociales de nuestro país, desde la familia con los feminicidios, hasta los secuestros y el sicariato; segar la vida de un ser humano por un simple celular, hasta tener que soportar la vergüenza de presenciar la implicación de no pocos hechos delictivos de miembros de las mismas instituciones encargadas de garantizar el orden público y combatir la violencia, así como de la seguridad ciudadana y de la nación”.
La Iglesia no iba a dejar fuera de sus reflexiones, su preocupación por el respeto a la vida desde sus inicios, al igual que por el medioambiente: “Nuestra madre tierra también clama misericordia ante las despiadadas agresiones sistemáticas de las mineras, la extracción de arena de los ríos y la deforestación de sus orillas, la reducción a cenizas por manos criminales de muchos de nuestros boques, la tala indiscriminada de árboles…”
Hay acciones que todos conocemos, pero que el ajetreo cotidiano relega, con la que los obispos exhortan a la feligresía católica a practicar la misericordia en dos categorías, corporales y espirituales: visitar enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, acoger al forastero, vestir al desnudo, visitar al encarcelado y enterrar a los muertos, actos de misericordia corporales. Los espirituales: enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que necesita, corregir al que yerra, perdonar al que nos ofende, consolar al triste y sufrir con preocupación los defectos del prójimo.
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