Por AGUSTÍN PEROZO BARINAS
“El que aboga por las dictaduras siempre aboga por el control sin restricciones de su propia voluntad”. -Ludwig von Mises-
Es generalizada la creencia que todos los dominicanos llevamos un trujillito por dentro.
El dominicano(a) que tenía 22 años en 1961, año de la decapitación de la tiranía trujillista, ya alcanzó los 77 al presente. O sea, un porcentaje muy bajo de la actual población dominicana vivió una dictadura. El dominicano cree saber sobre las realidades del régimen por referencias, relatos, anécdotas, escritos, etc., pero, como el slogan publicitario, “probando es que se sabe”. Lo demás está sujeto a la interpretación; a la libre percepción de cada individuo.
Definir a Trujillo es redundar. Está bien documentada la falta de libertades políticas, individuales o partidistas, durante casi 31 años de despotismo. Expresarse contra él acarreaba detención e interrogatorios y, en la condición extrema, torturas y hasta la muerte.
El trujillito que llevamos dentro nos reclama el retorno del Jefe por la podredumbre que deteriora nuestra calidad de vida a la vez que, irónicamente, somos desordenados, escandalosos e indisciplinados. Nos apasiona criticar mordazmente a cada presidente de turno, entre relacionados y hasta desconocidos, si no somos beneficiados en su gobierno de alguna manera.
A Trujillo no se le podía criticar, ni siquiera, en muchos casos, entre familiares cercanos. El orden, el comportamiento cívico y la disciplina ciudadana eran obligatorias, como sucede en prácticamente todas las dictaduras. ¿Cómo maridar el control trujillista ultraconservador con el libertinaje que arropa muchos segmentos de la población hoy día?
Muchos de los que anhelan tener a Trujillo de vuelta son de tez oscura, quizás sin saber que el Jefe era un reconocido racista radical. Tenía leales militares negros y mulatos quienes conocían en Trujillo su constante preocupación por blanquear la población dominicana.
Anselmo Paulino Álvarez, colaborador íntimo de Trujillo y quien lo involucró en el desarrollo industrial del país a partir de la segunda década de la tiranía, hasta que cayó en desgracia, estuvo preso y luego en cómodo retiro en Suiza y Francia, le comentó al Jefe que República Dominicana podría convertirse en la Suiza del Caribe a lo que Trujillo le respondió: “Suena muy bien pero, ¿dónde están los suizos?”. Trujillo no confiaba en los dominicanos como pueblo emprendedor ni patriota, en términos generales.
Como dictador, era psicorígido. Los códigos de conducta cívicos debían respetarse. Los contratistas debían ajustarse, sin excusas, a los presupuestos, los términos técnicos y los plazos de entrega en las ejecutorias de las contrataciones con el Estado. La carrera militar y la policial eran de primer orden en cuanto a disciplina, remuneración, adiestramiento, supervisión, etc., como era de esperar en una dictadura aplastante.
Pero todo respondía a sus intereses. Trujillo era omnipresente en la vida pública y privada nacional. Ciertamente algo como el macho alfa entre los dominicanos que sumisamente aceptaban o, calladamente soportaban, su dominio absoluto.
Es común escuchar en nuevas generaciones: “¡Qué falta hace Trujillo!”. ¿Estarían dispuestos a canjear sus libertades por ello? No lo creo, si pudieran vivir una dictadura de ese calibre previo a responder. Ni el acelerado endeudamiento público ni la alegre haitianización del país justifican aquella tiranía. El respeto al derecho ajeno que se anhela con “Trujillo de vuelta” conlleva deberes que no queremos asumir. El Jefe les haría cumplir con éstos, claro está, por la fuerza.
Me tocó vivir la dictadura del general Augusto Pinochet Ugarte en Chile durante 1984-1985, donde me llamó profundamente la atención el lema del escudo chileno: “Por la Razón o por la Fuerza”. Retorné una década después. Compré un libro escueto que conservo, escrito por el dictador, titulado ‘Política, Politiquería y Demagogia’, publicado en 1983, y de donde extraigo el siguiente párrafo:
“En la historia de nuestro país hay ejemplos de políticos de genuina probidad, que sacrificaron estoicamente todo interés personal en beneficio de los superiores intereses de la Patria. Sin embargo, su ejemplo no fue seguido por todos. Y se impuso una actitud que, al convertirse en el de la mayoría, transformó el trabajo noble del auténtico político en una actividad que pasó a ser sinónimo de pago de favores electorales, prebendas y beneficios personales. Desnaturalizada de ese modo, la política llegó a ser en la práctica más que nada politiquería y demagogia”.
Trujillo consideraba a los dominicanos como políticamente irresponsables. En esto, con alto grado de razón, cuando analizamos la compra de votos (patrocinada por los partidos) y la venta de votos (fomentada por los propios votantes), convirtiendo el ideal democrático en una aberración donde: “la política es el arte de lo posible”.
Si hacemos fallar nuestro sistema democrático, donde se requiere una mayor cuota de inteligencia para gobernar, con los males que acarrea su desmoronamiento, como son la delincuencia, la contaminación, el desorden, la pobreza, la suciedad, la indisciplina cívica, la descomposición social, los vicios extremos, entre otros que ya nos afectan, podríamos estar dando paso a otra cruel aventura de corte trujillista. Paradójicamente, al poco tiempo, sus primeros detractores serán los trujillitos de hoy.