La “visión” del mercado como único y excluyente “dínamo” de la economía y la “sociedad abierta” que impusieron en el mundo los profetas del neoliberalismo a partir de la segunda mitad del decenio de los años ochenta del siglo pasado, en principio de raigambre libertaria pero luego con caracteres francamente fundamentalistas, ha terminado siendo objeto de múltiples y legítimos cuestionamientos.
(Nada nuevo, por cierto, pese a que todavía hay quienes hablan del asunto como si acabaran de hacer el descubrimiento del milenio: la discusión sobre las “bondades” y las “perversidades” del mercado datan de centurias, primero en la era de las monarquías absolutas, después con las contestaciones de socialistas, anarquistas y comunistas, y más adelante con las formulaciones de socialdemócratas, fabianos y socialcristianos… La historia parecería repetirse, tal y como sugerían los dialécticos alemanes de los siglos XVIII y XIX, sobre bases económico-sociales superiores).
Como habrá de recordarse, el “enfoque” neoliberal del mercado y de la “sociedad libertaria”, compendiado con aire de erudición e infalibilidad posideológicas en los famosos “puntos” del denominado “Consenso de Washington” (Williamson, 1989), impulsó unas “recetas” que en su momento se consideraron la panacea universal para la solución de los problemas de inestabilidad e insuficiencia productiva que acusaban cíclica o crónicamente gran parte de las economías nacionales del orbe.
Tales “puntos”, enunciados en forma de “frases cohetes”, eran los siguientes: 1. Disciplina fiscal o presupuestaria (lectura real: reducción del tamaño del Estado y de las inversiones sociales); 2. Cambios en las prioridades del gasto público (lectura real: no subsidios); 3. Reforma fiscal para buscar bases imponibles amplias y tipos marginales moderados (lectura real: diversificación y aumento de impuestos, exceptuando a los ricos); 4. Liberalización financiera, especialmente de los tipos de interés (lectura real: manos sueltas para bancos y entidades financieras); 5. Búsqueda y mantenimiento de tipos de cambio competitivos (lectura real: devaluación de la moneda); 6. Liberalización comercial (lectura real: abrir las aduanas y eliminar aranceles); 7. Apertura a la entrada de inversiones extranjeras directas (lectura real: puertas abiertas para las corporaciones y el capital financiero, incluyendo el usurario); 8. Privatizaciones (lectura real: vender los bienes del Estado); 9. Desregulaciones (lectura real: empresa privada sin “reglas estatales interventoras”); y 10. Garantía de los derechos de propiedad (lectura real: no a las nacionalizaciones y a las declaratorias de “utilidad pública”).
Por supuesto, el enfoque global (es decir, existencial, no sólo económico, financiero, estadístico y partidista) de los neoliberales fue contestado vigorosamente desde múltiples rincones del pensamiento y de la política militante, pero -como siempre ocurre con las formulaciones novedosas- la lógica popular pedestre de negación del pasado y los éxitos momentáneos aplastaron toda disidencia… El autor, en particular, recuerda dos textos lúcidamente críticos (escritos desde ópticas y con proyecciones políticas diametralmente opuestas) que marcaron las reflexiones contestatarias al tenor: “El nuevo totalitarismo” (1992), de Alan García, y “La crisis del capitalismo global” (2002), de George Sorós.
El neoliberalismo pautó una época en la dirección económica y financiera del planeta (la que se inició con la debacle del llamado “mundo comunista” y la victoria del individualismo filosófico y político sobre los proyectos de redención colectiva), y durante su primero lustro de predominio (el de los “milagros” económicos, que rescataban y reelaboraban los principios de Smith y Ricardo desde la perspectiva radicalmente conservadora de von Mises y Hayes por oposición a las apuestas marxistas, al “intervencionismo” keynessiano y al estatismo condicional de los socialdemócratas) alcanzó tal nivel de prestigio que no pocos de sus anteriores críticos terminaron compartiendo sus fórmulas y abrazando sus valores fundamentales… Más de un antiguo comunista ortodoxo se “convenció” de las virtudes del neoliberalismo, y más de un cristiano de los de misa y rezo de las cinco de la mañana “descubrió” que éste no era incompatible con la enseñanzas del rabí de Galilea.
¿Quién puede olvidar, por lo demás, los “milagros” económicos de Chile bajo Pinochet (1975-1982) o de Irlanda (1994-2002), o los éxitos iniciales de los gobiernos de Salinas de Gortari (México, 1988-1994), Menen (Argentina, 1989-1999), Color de Mello (1990-1999), Fujimori (Perú, 1990-2000) o Sánchez de Losada (Bolivia, 1993-1997? Haciendo omisión de los casos fallidos (por ejemplo, el de Carlos Andrés Pérez, Venezuela, 1989-1993) y del “tigueraje” gatopardista de ciertos gobernantes populistas, esa fue, sin dudas, la hora de gloria del neoliberalismo: nadie en el movimiento político democrático (ni siquiera -aquí- el conceptual, sobrio y profesoral Leonel Fernández, discípulo del “marxista no leninista” Juan Bosch) resistió la tentación de adoptar su lenguaje y sus “soluciones”… La fascinación -se reitera- fue casi unánime.
El modelo neoliberal inicialmente implicó en los países donde se aplicó un incontestable saneamiento de las finanzas públicas (y a mayor radicalismo de mercado, mejores resultados estadísticos, puesto que estimulaba la iniciativa privada y las ansias -muy humanas- de progreso individual) y un espectacular relanzamiento del crecimiento económico, pero eso no significó necesariamente una eficientización del Estado (los políticos y los economistas pronto encontraron en qué “invertir” los ahorros de éste) ni un mejoramiento de las condiciones de vida de la mayoría de los ciudadanos (antes al contrario, la exclusión social aumentó y la clase media tendió a deprimirse), hasta tal punto que en un momento dado los bancos centrales de las zonas más depauperadas del planeta tuvieron que abandonar sus criterios clásicos de estratificación de la sociedad (ricos, clase media y pobres) y hacer una subdivisión en “quintiles” para, verbigracia, calcular el costo de la llamada “canasta familiar” sin que fuera tan notorio el rastro de la miseria.
La historia posterior, de todos modos, ya es conocida: un balance desapasionado de la aplicación del modelo neoliberal, a más de tres decenios de su formulación, obliga a concluir en que sus éxitos de los primeros años han palidecido y que, en múltiples sentidos, ha fracasado en todas las latitudes (los “milagros” de la economía de mercado se han “terrenalizado” tanto que hasta el chino está siendo “hamaqueado” en estos momentos), pues la única virtud que puede aún atribuírsele es la de que, bajo determinadas condiciones políticas -regímenes autoritarios o democracias de poderes concentrados- y en el marco de una sociedad de mentalidad individualista estrecha y espíritu de “sobrevivencia” económica, garantiza cierta estabilidad en los macroindicadores… El resto del desenlace apunta hacia beneficiarios taxativos: los dueños del “gran dinero” y las corporaciones financieras y comerciales, que han visto aumentar sus “haberes” en proporciones fabulosas.
Lo acontecido particularmente en América Latina en términos políticos parece curioso pero no deja de ser trágico: el destino de los más renombrados gobernantes neoliberales fue bastante peculiar, a saber: Pinochet derrotado y no encausado porque tuvo la precaución de “blindarse” con leyes absolutorias y una Justicia parcial; Salinas de Gortari perseguido penalmente y extrañado en Europa; Menen repudiado, procesado y exiliado, aunque luego rehabilitado momentáneamente; Color de Mello destituido, sometido por imputaciones criminales y encarcelado; Fujimori renunciante, exiliado en Japón y, luego de regresar a Perú, condenado a prisión; y Sánchez de Losada obligado a dimitir, imputado y exiliado en Washington… En realidad, y para alargar la lista, se puede afirmar que lo acaecido fue casi surrealista: de los mandatarios del subcontinente que aplicaron políticas neoliberales sólo los chilenos, un brasileño y el dominicano Fernández estuvieron a la postre libres de procesamientos judiciales o de la violenta ira popular.
Por su lado, los defensores del neoliberalismo adoptaron la tendencia a responder cuestionamientos como los que preceden con argumentos casi anecdóticos: haciendo una comparación con los países comunistas o con los de economía “intervencionista” -socialdemócratas, socialcristianos, conservadores, etcétera- de peor desempeño, rememorando sus antiguos logros en materia de “crecimiento económico” y “progreso social”, o echándole la culpa de su debacle a las “contrarreformas”… Como se trata de argumentos para pazguatos y zoquetes, no vale la pena ni siquiera examinarlos: basta con recordarles que “si mi abuela no estuviera muerta, estaría viva”.
Desde luego, en forma de fuego contraofensivo los apologistas del neoliberalismo continúan destacando un puñado de “logros tangibles” de su modelo que alegadamente favorecen a la sociedad y al ciudadano y lo hacen superior al resto: la mentada “macroestabilidad”, el crecimiento económico, el disparo de la inversión extranjera y la creación de empleos… Pero siguen ocultando lo esencial: que esos “logros” a la larga han sido contrarios a las necesidades e intereses reales de la gente sencilla, porque se erigieron a partir de privatizaciones macondianas que constituyeron verdaderas estafas al Estado, a costa de buena parte de los programas sociales, estableciendo salarios bajos o estancados, recortando los presupuestos de los servicios públicos, suprimiendo real o virtualmente los gremios (o liquidando los derechos sindicales) y, sobre todo, con base en la concentración de la propiedad en manos del capital financiero y las grandes corporaciones.
(En la República Dominicana, con ciertas excepciones, el fenómeno se puede observar de manera nítida: muchas de las empresas tradicionales -pertenecientes a una o varias familias- han terminado “asociadas” con grupos económicos extranjeros, o resultaron absorbidas por la banca. Así, nuestras firmas más emblemáticas -alimentarias, de bebidas alcohólicas, de productos de limpieza, de medios de comunicación o de seguros- ya tienen una estructura accionaria en la que el capital nacional es minoritario o, simplemente, es la que prevalece el bancario. En la práctica, quedan muy pocas de las grandes industrias o empresas comerciales y de servicios de antaño: las de hoy, aunque conservan sus nombres originales, son propiedad de inversores extranjeros o de los bancos).
Ahora bien, el legado más fatídico del neoliberalismo es uno que tienen que ver con el tipo de sociedad y de ser humano que ha creado: apuntaló naciones de “sobrevivientes” económicos, desterró la compasión y la solidaridad, profundizó la ignorancia y la incultura, y creó individuos profundamente egocéntricos y evasivos (movidos maquinalmente por la divisa selvática de “sálvese quien pueda”), y aunque mucha gente entre nosotros parece estar disfrutando de su existencia en una inacabable fiesta de consumismo y frivolidad (nada que sea “demasiado serio” o que “perturbe” su vida privada es “interesante”), no puede dejar de quejarse por lo que constituye el reverso de la moneda: la corrupción, la delincuencia, la indecencia, la falta de urbanidad, la impunidad, el caos espiritual o la ineficiencia crónica del Estado… Todo esto, valga la insistencia, es un subproducto de la racionalidad neoliberal (individualismo, utilitarismo, ventajismo, vitalismo hedonista, futilidad y devoción por el consumo), pero hay quienes insisten en “hacerse los locos” ante ello porque, acaso, reconocerlo significaría una verdadera autoincriminación personal o colectiva.
Y una cosa final: aunque no puede afirmarse que el mundo anterior al de hoy (el llamado “mundo de Yalta”, caracterizado por el “conflicto Este-Oeste”) fuese menos traumático e injusto que el actual (hijo de la racionalidad neoliberal), porque ello sería olvidar los disturbios políticos, las aberraciones socio-económicas y las amenazas de confrontación global que les fueron inherentes, no hay dudas de que por lo menos exhibía, si bien por compartimientos casi estancos, más decoro, más racionalidad, más compasión y más generosidad…
El autor es abogado y profesor universitario
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