En los hábitos cotidianos, Internet y las redes sociales suponen un cambio de mayor transcendencia del que en su día representó la máquina de vapor. Equivale al tránsito de la Edad Media y la Edad Moderna en poco más de dos décadas
La gente, según va entrando en años, tiende a comparar el mundo presente con el de su propia juventud. “Cuando yo era joven…”. Por lo general, una realidad más positiva que la conocida por la juventud actual: antes había más seriedad, más conciencia, más educación, etcétera. Y cuando la evocación es negativa —la guerra, la posguerra, los rigores del sistema educativo de entonces—, el hecho de haberla superado la convierte en un triunfo personal. El resto, curiosidades para amenizar la tarde, tanto más chocantes cuanto más remotas: apenas había coches, el Atlántico solo se cruzaba en barco, etcétera. Curiosidades que han ido cambiando de generación en generación a lo largo de los últimos 200 años.
Por Jorge de Jesús Núñez García
Claro que a veces los cambios son más bruscos, y a eso responde la tradicional división de la Historia en Edades.
Con todo, en el curso del pasado siglo, esa sucesión de cambios, esa constante evolución perfeccionista así en lo bueno como en lo malo, era más de lo mismo. Había un progreso social y económico interrumpido de vez en cuando por una revolución o una guerra, y la técnica no dejaba de incrementar sus aplicaciones, desde el avión a reacción hasta el aire acondicionado o el frigorífico. Y esa progresión en los ámbitos más diversos era lo que recogían los abuelos al destacar ante sus nietos las diferencias entre el ayer y el ahora. Cosas que hoy a los menores de 20 años les parecen poco menos que irrelevantes, simples aspectos de ese más de lo mismo antes mencionado. Y es que, en poco más de dos décadas la realidad circundante parece haberse diluido en sus contornos. Las crisis económicas y financieras se producen casi sin saber cómo por más que se les busque un referente concreto. A las guerras entre bloques han sucedido los enfrentamientos entre milicias de difícil identificación. La clase obrera ha sido sustituida por simples trabajadores y los títulos universitarios no han hecho más que perder relieve. Los Estados semejan cada vez más una empresa y las empresas, un Estado. Vamos, un mundo fluido, de consistencia desdibujada, en contraposición a la firmeza de los bloques enfrentados hace tan solo poco más de dos décadas. Una realidad en la que la única referencia válida acaba por ser Internet. Solo que la Red, y en especial las redes sociales que propicia, no es el espejo en el que se reflejan y visualizan esos cambios, sino una realidad estrechamente ligada al origen de tales cambios.
En efecto, la consolidación totalizadora de Internet y las redes sociales supone, en la vida y hábitos cotidianos, un cambio de mayor trascendencia que el que en su día supuso la máquina de vapor o el motor de explosión, en la medida en que afecta directamente a la sociedad considerada en su conjunto, individuo por individuo; en la medida en que ese individuo interioriza su uso de forma similar a como se pueda asumir una ideología o una creencia religiosa. Algo no comparable, por ejemplo, a tener un coche o a viajar en tren, en avión o en barco; ni siquiera al acto de darle a un interruptor y que se encienda una luz, una luz que ilumina el entorno más inmediato de quien la ha encendido. Lo propio de la Red es su capacidad de introducirse en todos los órdenes de la vida del individuo, de cada individuo. Y ese cambio, que por su carácter generalizado produce en los hábitos sociales creando así un antes y un después, da pie a empezar a pensar que tal vez nos encontremos ante un cambio de Edad similar al que se creó en el Renacimiento, en el tránsito de la Edad Media y la Edad Moderna.
La importancia de los hábitos sociales, de un cambio en esos hábitos es, a este respecto, decisiva: cuando se produce, la vida de los ciudadanos es otra. Y es que, a diferencia de otros inventos, la Red establece una relación íntima con el usuario puesto que, a la vez que este entra en ella, sea para resolver un problema o una duda, sea por puro placer adictivo, en justa reciprocidad, la Red entra en el usuario tocando o afectando sus puntos más sensibles, trazándole o configurándole un carácter, un perfil —como suele decirse—, al tiempo que ofreciendo a los otros, al mundo entero, la posibilidad de que le conozcan tal cual es o como quisiera ser. Algo que no le sucede, como decíamos, a quien se compra un nuevo coche, por ilusión que le haga conducir un ejemplar de tal o cual marca; ni emprender un vuelo intercontinental, por no hablar ya del tren o el metro. Para el usuario —y aunque no sea consciente de ello— más estimulante que utilizar la Red es la posibilidad de ser él quien se vuelque en ella.
El epicentro de ese volcarse es el selfie o, mejor dicho, el intercambio de selfies. Una adicción que si comienza con el propósito de dar a conocer su actividad cotidiana al tiempo que recibe la de los otros, termina impulsándole a hacer tal o cual cosa sin otro objetivo que introducir sus ocurrencias en ese intercambio de selfies.
Así, cuando las vacaciones, al emprender un viaje, lo de menos es ya el viaje en sí, las peculiaridades de los lugares que se visita. Lo importante es poder ir mandando imágenes de esas peculiaridades o curiosidades a las que se va accediendo, a la vez que a las ideas ingeniosas que tales peculiaridades puedan suscitar aunque poco o nada tengan que ver con el viaje. Lugares o monumentos famosos junto a los que fotografiarse. O las vicisitudes de un crucero marítimo. O de un hotel de ensueño en una isla paradisiaca. O de un imprevisto cualquiera de lo más chocante. Más que el disfrute de la cosa en sí lo que interesa es el resultante proceso de integración propio de un chat. El resto es lo que a una obra de teatro el decorado.
El epicentro es el intercambio de ‘selfies’, esa adicción a dar a conocer la actividad cotidiana
La repercusión de ese cambio radical en los hábitos sociales terminará afectando a todos los aspectos de la vida cotidiana. Por el momento, los más perceptibles se revelan en los ámbitos más mediáticos de la realidad circundante. La prensa, los libros, las salas de cine. Y es que, ¿por qué ir al cine, por ejemplo? Trasladarse hasta él, hacer cola, comprar entrada, conseguir un asiento aceptable… ¿No es mucho más sencillo bajarse la película? Y en cuanto a la prensa y los libros, ¿por qué someterse a esa tarea de ir pasando páginas y más páginas? O sea que si cierran cines y librerías, ¡pues que cierren!
Por suerte, desde la época de los papiros al libro actual, la lectura, acompañada a veces de la imagen, ha traspasado todas las Edades, adaptándose siempre su formato a las características del momento. Y el que no haya sido nunca una afición mayoritaria permite pensar que va a seguir subsistiendo, al margen de su siempre más evanescente versión digital. Por algo es una afición minoritaria. Como la caza o la pesca. O el ajedrez. Eso sí: cuando se le cuente a un niño cómo era el mundo hace poco más de dos décadas no acabará de entender que la gente pudiese apañárselas sin la Red.