Parece que la margarita de la incertidumbre en el mundo nos está dejando sin palabras. No acabamos de deshojarla. Abrigamos una multitud de inseguridades como jamás. Hasta los mismos cascos azules operan en escenarios cada vez más problemáticos. Hay un incremento galopante de peligros para trabajadores humanitarios en zonas de conflicto que no tiene precedente.
Nadie respeta ya a nadie. Por desgracia, somos una generación irrespetuosa hasta con nuestra propia naturaleza, con los derechos humanos y nuestro hábitat, y así no podemos mirar al futuro con esperanza. Todo se distorsiona de manera grosera, en lugar de activar diálogos abiertos y compresivos. La estima por la vida de nuestros análogos apenas vale nada.
Somos una sociedad interesada, aburrida, sin creatividad, que ha tomado la confrontación y la violencia como lenguaje. Únicamente entendemos de disputas. Ahí está el caso de China, donde lo prioritario no es conversar, sino tomar como estrategia los misiles. Olvidamos que la mejor defensa para mantener el sosiego es más de palabra que de armas. La necedad nos puede, y realmente invertimos más dinero en armamento militar que en programas de paz o en programas sociales, que nos hagan crecer como ciudadanos de bien.
La muerte espiritual es la enfermedad de este siglo. El ser humano se ha desposeído de sus sentimientos. Sin ellos somos prácticamente piedras. Debiéramos poner en práctica las buenas disposiciones, un mejor temple y una mejor escucha. Desde luego, el futuro de una especie se sustenta por el vínculo responsable de los grandes valores humanos, aquellos que han forjado la identidad de nuestra existencia. Los que cuidan su propia alma respetan su propia vida y la de los demás; puesto que la realidad es más interior que exterior, más de la mente y de la sabiduría que de las pasiones y necedades. La ofuscación de esta evidencia, no solo nos desorienta, también nos deja con poca fuerza para la construcción de una sociedad pacífica y para el desarrollo integral de individuos, pueblos y naciones. En consecuencia, no ha de haber reticencias a la hora de propiciar el bien colectivo, que también pasa por el respeto a su dimensión trascendente de la persona, que no puede prescindir del aspecto moral o los derechos fundamentales, civiles y sociales que, sin duda, todos nos merecemos como ciudadanos de un mundo global.
Por consiguiente, ninguna institución que se precie de defender a sus ciudadanos, puede premiar la mezquindad, la falta de respeto, como puede ser la identidad religiosa en una sociedad pluralista. En ocasiones, tenemos carencias en la educación cívica, sobre todo en la consideración de la identidad y los principios cristianos y de las otras religiones, detectándose fuertes resistencias a reconocer el papel público de la religión. Y, sin embargo, el compromiso es fundamental para esa toma de conciencia ciudadana que nos hace reencontrarnos con ese espíritu humano que nos diferencia de los animales. La idea kantiana de que "la religión es el conocimiento de todos nuestros deberes como mandamientos divinos"; cuando menos nos hace repensar, con lo que esto conlleva de purificación, de búsqueda de la verdad y el bien, de consuelo y de ayuda, en un orbe cada vez más confuso y plagado de incertidumbres. De ahí, también la importancia de que la justicia social se active para eliminar tantas barreras que nos enfrentan por motivos de género, edad, raza, etnia, religión, cultura o discapacidad.
Por todo ello, es un signo de esperanza frente a esta incertidumbre que soportamos, en mayor o en menor medida, que cada vez se alcen más voces que piden una vida digna para todos con igualdad de derechos y respeto hacia las distintas voces de los poblados del mundo. El veinte de febrero celebramos, precisamente, este Día Mundial de horizontes amplios para construir un mundo más justo, en el que todas las personas puedan cuando menos vivir y trabajar con libertad, dignidad e igualdad. Sería bueno, pues, impulsar el poder de la fraternización, en este mundo tan dispar, pero a la vez enriquecedor. Promovamos oportunidades para todos. Esta es la cuestión para lograr un crecimiento equitativo y sostenible para todos, sin la perplejidad de los retrocesos que nos dejan sin alma humana. En nuestro empeño por crear un mundo más sensato, redoblemos nuestros esfuerzos; ¡hagámoslo ya!, con autenticidad e ingenio, no desde la falsedad y la estupidez.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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17 de febrero de 2016