Examinar los hechos imputados a la presidenta Dilma Rousseff percata de que el calvario que padece está cargado de resentimientos que muy poco tienen que ver con el fortalecimiento institucional, y absolutamente nada con la anticorrupción administrativa. Está al borde de la defenestración porque la mezquindad y la hipocresía lo han dispuesto.
Incurrió en prácticas a las que han apelado todos los que se han sentado en una silla presidencial en América Latina: redistribución de una cantidad limitada de recursos del presupuesto, que permanecen sin el endoso de la ley, hasta que el Ejecutivo envía al Congreso la aprobación de una enmienda o presupuesto complementario.
Gobernar es administrar crisis cotidianas y si bien es cierto que se prevé un porcentaje para las eventualidades, jamás alcanza para el sinnúmero de situaciones a las que un mandatario se ve compelido a dar respuestas.
Los persecutores alegan que Dilma incrementó el Presupuesto, pero ella ha sostenido que se limitó a redistribuciones del gasto por el monto de 27.000 millones de dólares, lo que nadie ha sido capaz de alegar es que se desviara un solo real para cuentas particulares o para acciones no prioritarias.
Lo otro pudo haber sido una maniobra para no presentar cifras alejadas de la meta fiscal, el gobierno retrasó un pago que lo hizo un banco, entonces la operación se ve como incorporación de un financiamiento no autorizado, pero el Ejecutivo luego cubrió ese compromiso, con lo que entiende que solo incurrió en atraso.
Por esa dos cosas, no porque ella haya participado, propiciado o tolerado un acto de corrupción, una variopinta coalición de intereses han dispuesto que ella debe ser sacada de la presidencia, pero la jornada no la ha empujado un moralista, sino por un corrupto atrapado con la mano en la masa con depósitos de millones de dólares en cuentas en el exterior que no puede justificar.
Ese que se llama Eduardo Cunha, y que había advertido que si lo procesaban como corrupto haría de las suyas llevándose otras cabezas por delante, ha actuado en complicidad con otro con deseos incontenidos de ocupar un trono que no sería capaz de conquistar en las urnas, que es el vicepresidente Michel Temer, que no puede andar más feliz.
Sería la segunda vez después de instalada la democracia brasileña en la que un presidente se enfrenta al impeachment. Así concluyó el corto mandato de Fernando Collor de Mello en 1992, aunque en su caso si hubo acusación de corrupción pasiva.
Todo apunta a que la inescrupulosa coalición anti Dilma, anti PT y anti Lula está en la ruta expedita de su propósito, aunque tal victoria resulte tan decepcionante como las alcanzadas contra Roma por el rey Pirro, y que terminen entendiendo que con triunfos así no recogerán cosechas.
Dilma, sin que nadie la empujara en su segundo mandato se iba hundiendo sola en la impopularidad por el impacto del descrecimiento económico y políticamente no reaccionó a tiempo tratando de recuperar la imagen del gobierno, y eso afectaba sensiblemente las posibilidades del Partido de los Trabajadores, aunque postulase en unos próximos comicios a su líder, Lula da Silva.
Al desalojarla del poder de la forma en la que lo han concebido la van a victimizar, con el agravante de que no habrá gobernabilidad y terminarán cosechando el repudio de un electorado que espera mejoras que no podrán dar.
En conclusión, habrán trabajado para el regreso de Lula.