Cuando pensábamos que teníamos todas las respuestas, resulta que nos brotan nuevas preguntas y nos quedamos sin corazón. Como quiera que apenas nos dejan vivir, sentir y mucho menos cavilar, el desconcierto suele ser mayúsculo. Claro, fruto de este desorden, llevamos en el cuerpo la condena. Eso sí, cuánto más pobre mayor es la pena.
Pese a los alentadores avances registrados en muchos países, aún cientos de millones de personas siguen viviendo en condiciones inhumanas, sin disfrutar siquiera de los servicios más primordiales. Hoy tenemos la tecnología y la capacidad de producir alimentos suficientes para abarcar a toda la humanidad, el problema, es más redistributivo de los recursos, conocimientos y mercados y el acceso desigual a los mismos. A propósito, todos podemos hacer más para que estas situaciones indignas no se produzcan.
Precisamente, la paz es un propósito que nos exige trabajar por la justicia, pero de verdad, para sentirnos tan libres como auténticos. Esto lo sabemos desde siempre, pero hacemos bien poco por salir de esta ratonera de necedades. Para ello, estoy convencido que los moradores de este mundo tienen que cultivar más la donación y desterrar el interés de sus vidas. Un planeta donde quedan impunes los sembradores del terror o los que violan las leyes internacionales, transita hacia el caos y la desolación, porque todo termina por hundirse en el abismo. La falta de respuestas adecuadas a tantos desórdenes monstruosos, lo único que hace es acrecentar el odio y la venganza, y en vez de construir sociedades estables, armónicas y prósperas, se levantan sociedades rencorosas, tremendamente resentidas, hasta el extremo de perder el propio sentido humano, el de la conciencia o el de la confianza, en parte ganadas a pulso por el aluvión de acciones aberrantes que nos acorralan en cualquier esquina.
A mi juicio, el cese de hostilidades nos requiere menos rivalidad, ausencia de combates sucios, más transparencia, mejor desarrollo, pues aunque el crecimiento general es positivo, el avance no es igual en todos los países. Ante este cúmulo de injusticias, cuesta entender que nos dejemos engañar por la apariencia de la verdad. Tenemos que dar respuestas justas. La injusticia siempre es mala y todavía es peor cuando es ejercida contra un desdichado. Necesitamos otras políticas más de servicio, más vigilantes con los instrumentos básicos para la inclusión social de los más necesitados, como la educación, el acceso a la atención sanitaria y el trabajo para todos, todo ello como un deber que nos va dignificar como seres pensantes. Sin duda, hacen falta reformas profundas que nos encaminen a un mundo más de todos y de nadie en particular, donde la economía se ponga al servicio de la humanidad y el bien común; no al servicio de unos pocos privilegiados que buscan para sí, y los suyos, el bienestar personal únicamente.
El egoísmo impera por doquier. Además siempre se repite la misma historia y hacemos nada por dar respuesta a esta atmósfera de maldades. A poco que miremos a nuestro alrededor, nos daremos cuenta de que la mayoría de la ciudadanía camina demasiado ensimismada en su propia vida como para dedicar ni un pensamiento a su propio linaje. Somos puro egocentrismo en una sociedad necesitada de abrazos, de manos tendidas, de alientos compartidos en definitiva. Tanto es así que los propios gobernantes suelen anteponer sus propios intereses a su responsabilidad social. Por desgracia, el sufrimiento humano y la miseria continua creciendo debido, parcialmente, a esta atmósfera de inmoralidades y esclavitudes. En este sentido, acaba de afirmar un grupo de Premios Nobel de la Paz que sumaron fuerzas con la FAO para luchar contra el hambre y promover la construcción de la paz, subrayando al unísono que: "la paz es imposible sin seguridad alimentaria y que tampoco hay seguridad alimentaria donde imperan la violencia y el conflicto". Ciertamente, los laureados con el Premio Nobel saben bien que la población rural suele ser la más golpeada por los conflictos porque, además de la integridad física de las personas, socavan o destruyen sus medios de vida, obligándolas a desplazarse en busca de seguridad y asistencia para sobrevivir. Con razón, el pasaje para la generosidad es vital; y, naturalmente, el desprendimiento es la única avenida que nos hermana.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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11 de mayo de 2016