Muchas veces criticamos y condenamos a los funcionarios que cometen actos reñidos contra las leyes, el pudor, la moral, las buenas costumbres y que hacen un mal manejo de los recursos públicos. Anhelamos poder contar con funcionarios íntegros, que cumplan con estas normas morales.
Cuando logramos contar con funcionarios íntegros, que actúan aferrados a la transparencia, que se oponen a las canonjías y a las propuestas indecentes y a la comisión de actos de corrupción; cuando defienden los recursos públicos del Estado y de la institución a la que pertenecen, por considerar que son de todos; cuando exigen que se rindan cuentas, cuando actúan con prudencia, con comedimiento, con austeridad y honestidad; cuando administran los recursos públicos de manera correcta, de acuerdo a lo que exigen las leyes y cuando cumplen con sus responsabilidades de servidores públicos, de inmediato comienzan las críticas en su contra, solicitando su destitución; los acusan de ineptos, de pocos políticos, de que no convienen a la institución, etc.
En el plano político, cuando una persona honorable, que no ha acumulado fortunas en base al dolo o a manejos inescrupulosos de los recursos públicos, llevando una vida muy humilde pero con honestidad, y esta decide aspirar para alguna posición electiva, sus propios correligionarios y hasta adversarios políticos, expresan que es una persona muy seria, honesta, capaz, con vocación de servicios, que nadie lo puede señalar, sin embargo, a la hora de escoger a sus representantes, no votan por él porque lamentablemente es muy austero (tacaño), que no deja caer nada, que no conviene, ya que se requiere de una persona “que resuelva”.
Esas son muestras de la gran involución moral que prevalece en nuestra sociedad, pues a la vez que enarbolamos los ejemplos de Juan Pablo Duarte y de Juan Bosch, de su lucha por la transparencia y la rendición de cuentas; mientras se habla de institucionalidad, de principios éticos y de valores morales; de enfrentar la corrupción, desgraciadamente en la práctica, hacemos todo lo contrario de lo que profesamos.
El Estado es considerado como una piñata, como una oportunidad que se nos brinda para que hagamos fortunas y el que no lo hace es un idiota, un estúpido, que está desfasado. Desgraciadamente somos muy pocos a los que nos duele este país, los que protegemos y cuidamos el patrimonio público, los que actuamos aferrados a la moral y a la ética pública y los que estamos conscientes de que al Estado se viene a servir, no a servirse.
Esta cultura está tan enraizada y generalizada, que todos los que ocupamos una función pública, somos catalogados de corruptos, pues ya muy pocos creen en los que actuamos aferrados a los principios éticos e integridad.
Hasta hace unos años, a las personas se les distinguía, admiraba, valoraba y se tomaba como referencia, por su conducta, por su forma de actuar, por su responsabilidad, honestidad y vocación de servicio, tanto pública como privada. En la actualidad todo parece indicar que mientras más cualidades morales podamos exhibir, menos convenimos al sistema imperante.
Queremos destacar que para los que pensamos y actuamos correctamente, el dinero, el enriquecimiento inapropiado y sin justificación, no es lo más importante, porque para vivir dignamente no se requiere de opulencias ni cosas materiales innecesarias.
La mejor herencia que podemos dejarles a nuestros hijos, nietos y biznietos, no es una fortuna mal concebida o cosas materiales, que muchas veces lo que genera es discordia entre ellos. Es una educación en valores. Es el ejemplo de honestidad, de pulcritud, humildad, fruto de nuestro comportamiento ético y honesto en la vida, para que en vez de sentirse avergonzados, se sientan orgullosos de sus progenitores Ese es el mejor legado que podemos dejarles.
El autor es Contador Público Autorizado y Miembro del Pleno de la Cámara de Cuentas de la República