A diferencia de la segunda invasión estadounidense a la República Dominicana, desencadenada por las circunstancias de un torpe embajador norteamericano que vivió en el país sin entender que ha sido siempre habitado por gente arrevesada capaz de comprometerlo absolutamente todo cuando siente humillado su pedazo de suelo y su lienzo tricolor, la primera toma militar por parte de esa potencia no nos la despintaba nada: nos tocaba porque nos tocaba.
Era parte de un aseguramiento regional preventivo de su frontera sur y del canal de Panamá que inició con la toma de Cuba y Puerto Rico en 1898 y continuó con Panamá en 1903; Nicaragua en 1909 y 1912; México en 1914; Haití 1915, y al país que desde la primera declaratoria de independencia en 1821 había dejado claro que no se acogería al dominio de ninguna fuerza extranjera, le correspondió ser invadido en 1916.
Los pretextos locales surgieron con la propia debilidad con la que un pueblo que no llegaba a 125 mil almas se independizó de un vecino siete veces más numeroso y que cruzando un río a pies, se volvió a lanzar una y otra vez a tratar de reestablecer su dominio, pero el coraje y la determinación de los dominicanos siempre han sido superior a sus fuerzas y han puesto la determinación para la victoria.
Pero con esa amenaza no hubo chance de producir economía estable y eso se reflejó en debilidad institucional e inestabilidad política, y nos ha ocurrido peor que al señor de mirada estrábica que perseguido por un toro ve dos toros y dos ventanas y se lanza por la ventana que no es y lo atrapa el toro que es. Colocando la atención en las amenazas del vecino, fuimos embestidos por dos toros: nuestra propia inestabilidad y los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos.
Después del asesinato del presidente Ramón Cáceres, acaecido en 1911, Estados Unidos no se conformó con el control de la Recetoría de Aduanas, sino que exigió dos puestos adicionales con carácter inamovible: un asesor económico y el encargado de Obras Públicas, en esas circunstancias ningún presidente alcanzó prestigio para consolidar un liderazgo, porque no hubo forma de que los congresos dieran aquiescencia a un nivel de tutelaje tan burdo.
La última víctima fue Juan Isidro Jiménez, que no solo fue objeto de boicot congresual sino también se vio muy debilitado por una rebelión encabezada por su ministro de Guerra, un tal Desiderio Arias, exponente del club de los políticos que creen que el liderazgo se cultiva jugando al radicalismo. El provocó el caos que regaló a los Estados Unidos el pretexto que necesitaban para invadir el país, y a la hora de la hora huyó.
La experiencia, independientemente de que en muchos ordenes fue transformadora para el país, que desde ahí arranca a ser de los mejores comunicados, dejo lecciones que debieron haber evitado una segunda invasión: ese pueblo nunca se resignó complaciente ante la presencia extranjera.
No se trató solo de la resistencia inicial que ofrecieran patriotas como Máximo Cabral, Cayo Báez y Gregorio Urbano Gilbert, sino que de los ocho años, tuvieron los invasores que durar cinco lidiando con una guerrilla en el Este que no sabían cómo vencer, y los ochos confrontados con la incansable campaña que desarrollaron hasta en los propios Estados Unidos, los nacionalistas dominicanos.
92 años ha que esa jornada patriótica parió la Tercera Republica.