Veintiséis hombres y diecisiete mujeres, los educadores están repartidos en trece escuelas ubicadas entre Padre Las Casas y Constanza, entre el sur y el norte. Las condiciones en que realizan su trabajo testifican las miserias de la educación en la zona.
Por Vianco Martínez
Cordillera Central.- Peleando con los efectos de las lluvias y con el asombro de los días; enfrentados a caminos trazados por la imaginación de los caminantes; durmiendo en ranchetas de mala muerte, en maltrechos depósitos de alimentos, en el suelo o encima de su propio escritorio, luchando para mantener a raya a los ratones, muriendo de frío bajo las inclemencias de la montaña; dando clases en escuelas que serían la vergüenza de cualquier lugar que se respete y uno de ellos impartiendo dos tandas aunque solo cobra por una, hay 43 maestros rurales movilizados a la zona alta de Padre Las Casas, por la parte del Distrito Municipal Las Lagunas.
Veintiséis hombres y diecisiete mujeres, los educadores están repartidos en trece escuelas ubicadas entre Padre Las Casas y Constanza, entre el sur y el norte. Las condiciones en que realizan su trabajo testifican las miserias de la educación en la zona.
“Lo que estamos pasando los maestros en estas montañas solo lo sabe Dios”, dice Juan Bautista (Onel) Taveras, director de la escuela de El Gramazo, un hombre que cada día lucha por mejorar el plantel que dirige y cada día pierde la batalla.
La casucha de El Gramazo
Los maestros asignados a El Gramazo, donde funciona la peor escuela del país, viven en una casucha alquilada que parece un lecho para pordioseros. Está hecha con tablas viejas que ya están podridas, pedazos de zinc y restos de afiches y letreros desechados en los caminos.
Es fácil suponer lo que sucede en este rancho cuando llegan las lluvias de mayo a noviembre, y soplan las fuertes brisas entre diciembre y abril.
“El otro día empezó a llover a las diez de la noche y paró a las seis de la mañana, y tuvimos que amanecer parados en una esquinita de la casa, bajo el aguacero y parar los colchones para que no se enchumbaran”, narra Fausto (Mundo) Valenzuela, uno de los profesores.
Mientras el viento aullaba como un lobo afuera de la casucha, adentro la lluvia ganaba la partida. “Cayó un pedazo del techo de zinc y una parte de los parches que cubren las paredes. Cuando poníamos un pedazo, se iba el otro, y al final, nos quedamos parados bajo la lluvia, sin poder hacer más nada que esperar que pasara el mal tiempo.”
Días antes, mientras impartían clases, fueron a buscarlos para decirles que la brisa se había llevado el techo de la casa y tuvieron que parar la docencia y salir corriendo para la casita.
“Varias veces -añade el maestro Valenzuela- tuvimos que luchar con unos perros que querían entrar a la casa por un hoyo que se le abrió en la parte baja de la habitación, justo en el rincón donde está mi cama”.
Cada vez que llueve con brisa, los tres maestros que ocupan la rancheta tienen que colgarse del techo de zinc para evitar con su peso que el viento se lo lleve por pedazos.
Al final de esta historia, una nota tragicómica: los ratones se mueven en la oscuridad de la rancheta y cada noche se llevan las medias de los maestros. A los profesores les da risa pero los riesgos que representan esos animales frente a enfermedades como la leptospirosis pasman el rostro de cualquier mortal.
El maestro que duerme en dos sillas
El descuido ha convertido a los maestros rurales en damnificados. Y en El Tetero, un lugar que desafía los altímetros, hay una triste comprobación. Allí, a 1,300 metros sobre el nivel del mar, hay un profesor que se llama Beriquil Valenzuela. También viene de Guayabal y su situación no es mejor que la del resto de los docentes.
“Lo que hago cada día es esperar que se vayan los muchachos después de la segunda tanda y que caiga la noche, junto dos sillas y le tiro una colchoneta encima”, revela. “Esa es mi cama todas las noches”.
En ese centro hay dos maestras que vienen de Padre Las Casas, una de ellas recién casada. Duermen en un área que sirve de depósito y cocina del desayuno escolar. La presencia de alimentos convierte el lugar en atractivo para ratas y otras alimañas. Para evitar males mayores, el director de la escuela, Joaquín Rosa Luciano, vive poniendo trampas y veneno cada día para mantener a raya las plagas que acosan el lugar de las educadoras.
Ni qué decir que las maestras, por la naturaleza del lugar donde tienen que dormir, no tienen ningún tipo de privacidad.
En la escuela Justo Pinales, de la comunidad Los Rodríguez, hay un maestro de Guayabal llamado Michel Alcántara que anda penando por los caminos como un fantasma porque no tiene sitio fijo para dormir. A veces duerme en la casa de una señora conocida como Olga pero cuando el esposo se va a la loma a limpiar la tierra, a sembrar, a repasar los cultivos o a cosechar, por las costumbres que rigen en la zona, él busca otra posada.
“Entonces, me voy a dormir en la escuela de El Roblito, donde los maestros, por pena, me dan un ladito en su cama”, cuenta Alcántara.
En Gajo de Monte hay ocho maestros, cinco mujeres y tres hombres, que vienen de Guayabal y Padre Las Casas. Las profesoras tuvieron que alquilar un rancho cerca de la escuela, y los maestros, otra un poco más adelante. Como todos los ranchos del poblado, las casas de los maestros carecen de lo indispensable para vivir con dignidad, empezando por el espacio.
La ministra de Educación Josefina Pimentel quien mandó a construir en 2011 la única escuela en la cordillera Central con un dormitorio para evitar que los maestros anduvieran dando lástima a la hora de dormir. Vino a la montaña y dejó inaugurada una escuela en el corazón de la cordillera Central, en la lejana comunidad de El Roblito.
Los demás centros de la zona alta de Padre Las Casas no tienen dormitorio para los educadores movilizados por el Ministerio de Educación, lo cual hace más difícil su trabajo y su estadía. La falta de un lugar seguro donde dormir convierte a los maestros en pájaros sin nido y agudiza sus penurias, sus desafíos, sus problemas y sus limitaciones.
El día que el maestro se cayó al río
Tratando de llegar a su escuela, Onel Taveras, el director de El Gramazo, ha caído dos veces a las aguas del río Grande, cerca de la frontera entre Padre Las Casas y Constanza, desde un patético puente colgante que cuelga de la nada, por el que solo pasan, mal que bien, peatones y motocicletas. La última vez que cayó era viernes y esa tarde la montaña tenía puesto el vestido azul de la neblina.
“Ya venía de regreso para Guayabal, el lugar donde vivo con mi familia; en medio del puente el motor pasó sobre una tabla rota, perdí el equilibro y caí al río y mi acompañante me cayó encima”, cuenta.
Su compañero de labores en la escuela de El Gramazo, Fausto (Mundo) Valenzuela, ha perdido la cuenta de las veces que se ha caído en el camino tratando de llegar a la escuela.
Solo la semana del 16 al 23 de mayo hubo cinco accidentes en la carretera y en tres de ellos estuvieron envueltos maestros. La profesora de la escuela de Los Fríos, María de los Ángeles Ramírez, embarazada de cinco meses, y Roberto Corcino, maestro sustituto, se fueron al precipicio en un punto del camino cerca del paraje Botoncillo, mientras se dirigían al centro escolar. A juzgar por las condiciones en que quedó la camioneta que ocupaban, salvaron la vida por milagro.
Esa misma semana se accidentó en la fallida carretera Juancito Quezada, a la altura de Caña de Castilla, cerca de la comunidad de El Limón y llegando a uno de los pasos del río Del Medio.
Días después le tocó al profesor Valentín Corcino, en una larga y respetable cuesta, rodeada de altos precipicios y derricaderos, que sube para la comunidad de El Gramazo, donde imparte clases.
Hace varios años una camioneta conducida por Salvador Ferreras, de la comunidad de Gajo de Monte, volcó en Botoncillo con cinco maestras a bordo, y todavía hoy los lugareños no entienden cómo salvaron la vida las educadoras, que venían en la parte trasera del vehículo.
Esa es la realidad de los maestros rurales de la zona montañosa de Padre Las Casas. Dejan atrás sus familias para enfrentarse a los aguaceros y a ríos que llevan en sus aguas el dolor del olvido. El camino es duro y hay que aprender a sobrevivir en él. Su labor está llena de penurias, de tristezas e incomprensiones, y como quiera van sonrientes y con un alfabeto de esperanza en las manos.
Siempre habrá que mirar con respeto a esa muchacha que va con el pelo al viento o aquel hombre que camina bajo la lluvia para ir muy lejos de su casa a mejorar el mundo a fuerza de enseñanza: a mejorar aquel mundo cubierto de rocío.