Las candidaturas demócratas y republicanas más populares de los Estados Unidos de Norteamérica de los últimos ocho años muestran una fuerte y sostenida tendencia en la sociedad de ese país de apostar por liderazgos totalmente diferentes a los que han predominado durante buena parte de su historia.
Esa tendencia parece expresar una pérdida de fe en los políticos de profesión, cada vez más asociados a sus más sentidos temores, insatisfacciones y fracasos.
Parecería que los actuales electores americanos asocian la pérdida de empleos, la gran crisis inmobiliaria, el terrorismo, la migración ilegal, el empobrecimiento y la desigualdad, con la ineficacia de los políticos de saco y corbata de toda la vida. En consecuencia han pasado a anhelar que el gobierno sea tomado por gente menos contaminada por el virus político, líderes de carne y hueso, terráqueos falibles que puedan acercarlos a sus mejores sueños.
Es quizás por la aleación de esos temores y anhelos que hemos visto emerger en los últimos diez años movimientos como el T Party; candidaturas femeninas como la de Hillary Clinton; un presidente negro como Barack Obama; y más recientemente, la figura de Bennie Sander, un político socialista que busca la Casa Blanca.
La predilección de un perfil antipolítico alcanza su punto culminante en este último proceso convencional en el cual las tres figuras dominantes Trump, Hilarry y Sander obedecen a parámetros nada tradicionales: un empresario anti estatus quo que exhibe como fortaleza la incorrección política de su discurso; una candidata que esconde su sexo tras el apellido masculino de su marido, y un candidato que se autodefine socialista, una categoría colocada en las antípodas de la cultura política norteamericana.
Pero al final, parece que la medalla para el perfil menos convencional es para Donald Trump, tanto por su exigua militancia política, como por lo radical de sus propuestas y su intemperancia verbal.
Con ese estilo logró derrotar a los quince contrincantes que se debatieron contra él por la candidatura presidencial del Partido Republicano y luego, vertiginosamente, casi empata con Hillary, logrando en algún momento y en algunas encuestas sobrepasarla.
Frente a una figura tan estrambótica como la de Trump, Hillary encarna el papel del político convencional, capaz de manipular, mentir y maniobrar sin escrúpulo. Además, ella tiene una larga militancia política, es la esposa de un expresidente, fue senadora y Secretaria de Estado. El perfil de política convencional en este contexto es fortalecido por el manejo poco transparente dado a sus correos electrónicos durante su ejercicio como Secretaria de Estado.
Quizás esto explique el hecho de que pese a estar puntera en las encuestas tiene una muy elevada tasa de rechazo que ronda el 60 por ciento.
Pese a todos esos inconvenientes de Hillary, en este momento del proceso electoral, luego de la convención Demócrata, la candidatura de Trump sufrió un fuerte frenazo del cual todavía no da signos de mejoría.
¿Qué ha pasado? ¿Por qué la estrategia de comunicación del candidato republicano parece naufragar después de tan vertiginoso despegue?
La veteranía política de los Clinton parece imponerse en este tramo del proceso. Ellos han sabido aprovechar las debilidades de la estrategia del empresario neoyorquino. Pienso que la misma fórmula que hizo de Trump un candidato inicialmente atractivo ha servido para convertirlo en una persona temible.
La campaña de los Clinton ha sabido aprovechar el hecho de que los individuos que como Donald Trump tienen la particularidad de sobreponer sus actuaciones al inmenso poder de control social son percibidos como sujetos con una personalidad limítrofe entre lo genial y lo patológico. La estrategia demócrata ha aportado claves de sobra para que la personalidad de Trump sea interpretada en clave de locura, odio y autoritarismo, más que de genio.
Y en el fondo, el hombre común teme otorgarle poder a individuos de cuya cordura no esté seguro y que pueda llegar a usar su capacidad de actuar con total independencia de criterio de manera contraproducente para el bienestar general.
La estrategia demócrata ha aprovechado con mucho acierto este temor y puso en marcha una estrategia de comunicación orientada al miedo, presentando a Trump como un desequilibrado, un inepto para manejar el poder con idoneidad. La figura del candidato republicano ha sido asociada de múltiples formas a la de dictadores tan carismáticos como letales, al estilo Hitler.
Obama y su esposa; Bill y Hillary Clinton, al unísono, emprendieron ataques combinados que lograron noquear al mago de las hamburguesas y los concursos de belleza.
La efectividad de esta estrategia ha puesto a Trump en la disyuntiva de variar su estilo hacia posiciones moderadas, corriendo el riesgo de mostrarle a su base electoral que es un político más del montón o mantenerlo y de esa manera confirmar en cada intervención que es una persona desequilibrada, inflexible e incapaz de reajustar su conducta a los nuevos desafíos.
Los estrategas del magnate americano deben estar muy empeñados en buscar una salida a la trampa estratégica en la que ha caído la candidatura de Trump, antes que se consolide el derrotero actual y sea irreversible el declive que lo convertiría en el primer candidato derrotado por una mujer en toda la historia de los Estados Unidos de Norteamérica.