En la temporada de siembra los caminos y veredas se llenan de niños que van hacia los surcos descalzos o con botas altas y un machete al cinto, mientras las escuelas se quedan vacías. Y con ellos se va el futuro, como un harapo mecido por el viento.
Por Vianco Martínez
CORDILLERA CENTRAL, República Dominicana.-Esta es la historia de unos niños que viven en la cordillera y que tienen la mirada muy triste; la historia de Ezequiel, que tuvo que dejar la escuela para irse a sembrar habichuelas; la historia de los capullos que se marchitaron antes de tiempo en la zona montañosa, en las plantaciones de la necesidad, y no nos dimos cuenta. Son tantos, que cuando se van, dejan un hueco muy grande en cada aula y desafían la vocación de sus maestros.
Con el machete al cinto, este niño trabaja tan duro como un adulto para poder vivir, y fue obligado a abandonar la escuela.
Roselín Suero Alcántara, maestro de algunos de ellos, dice que se van porque los padres no pueden pagar trabajadores y tienen que llevárselos para la siembra, y porque la agricultura es un proyecto familiar del que depende la sobrevivencia de todos; se van empujados por las leyes de la necesidad y porque la vida en la zona montañosa, por más que digan, no ha abierto surcos verdaderos en la educación para sembrar los árboles del futuro.
“Son llevados a la loma a trabajar, a veces duran una semana, a veces dos, y hay ocasiones en que duran hasta un mes; cuando eso sucede, la matrícula de la escuela baja a causa del trabajo infantil”, precisa Suero Alcántara. Todo el mundo los conoce con el sobrenombre de “los mudados”.
Y añade: “Cuando vuelven les hacemos una evaluación diagnóstica y buscamos una medida con la que el niño no se atrase porque ya un alumno que tenga una sobre-edad en un curso bajito lo que tiende es a retirarse, y a nosotros no nos conviene que un niño se retire”.
En la temporada de siembra los caminos y veredas se llenan de niños que van hacia los surcos descalzos o con botas altas y un machete al cinto, mientras las escuelas se quedan vacías. Y con ellos se va el futuro, como un harapo mecido por el viento.
El efecto inmediato es un retraso académico difícil de curar. “Aquí tenemos un gran problema, que es la sobre-edad; trabajo con niños de 15 años que apenas cursan el tercer grado de básica”, dice Ironelis Céspedes Segura, maestra en la escuela Tomás Delgado, de Gajo de Monte, que ve a sus alumnos con ojos de madre.
El niño más triste del lugar
El niño más triste del lugar se llama Ezequiel y es uno de ellos. Tiene nueve años y ya tiene arrugas en el alma. Los callos de sus manos no son de apretar el lápiz, son de empuñar el machete. Se fue a recoger habichuelas cuando empezó la última cosecha, antes de la temporada de exámenes, y dejó la escuela por dos semanas.
Recién llegado de la siembra, Ezequiel cuenta que ya recogió cinco cajones de habichuelas, que solo le faltan dos y que pronto irá a Padre Las Casas a llevarlos con su padre. Ese será otro día de clases perdido. “Ya solo me falta un viaje a la loma”, dice Ezequiel con un asomo de alegría maltratada colgándole de las palabras.
“Ese niño ya había dejado las clases varias veces antes para irse con su papá a preparar la tierra, a sembrar y a repasar los conucos”, explica la maestra Céspedes Segura.
Ezequiel tenía una hermana que murió antes de cumplir los cinco años y aún le quedan tres hermanos, varones como él, y que también como él, tienen que irse cada año a sembrar habichuelas.
La maestra sostiene que su lucha cada día es para nivelarlos, pero no siempre gana la partida. “Es un esfuerzo personalizado que hacemos con ellos, muchas veces fuera de los horarios habituales; llegan muy rezagados y eso nos plantea grandes retos y grandes dificultades a los maestros”.
Ironelis Céspedes Segura tiene a su cargo tres cursos con algunos alumnos que vienen desde muy lejos: Majaguita, Los Vallecitos, Mata de Café, El Limón, Botoncillo.“Siempre llegan muy sudados, a veces deshidratados y agotados por la larga caminata; hoy mismo llegaron dos niñas de Majaguita y me dijeron que se iban a retirar porque ya no aguantaban más, que estaban cansadas de caminar tanto para venir a la escuela”. El otro día llegaron varios deshidratados y hubo que dedicar un tiempo a recuperarlos antes de que entraran a clase.
Solo en sus tres cursos, la maestra Ironelis tiene unos veinte niños en situación de mudados.
Juan Manuel, en el reino de la nada
En esos tristes ejércitos de la necesidad hay otro niño que deja su vida en la siembra. Su nombre es Juan Manuel y vive en la comunidad Los Vallecitos, en el inmenso reino de la nada. Esa luna pérdida que hay en sus ojos y esos jirones de sol poniente que hacen de la suya la sonrisa más triste del mundo, hablan calladamente de la historia de la vicisitud.
En El Gramazo, la capital de la inmensidad, donde está el símbolo de lo que no debe ser una escuela del siglo 21, los muchachos se van a los conucos de la mano de los padres y allá la situación es peor, según los maestros.
“Aquí la distancia es mayor y las condiciones de la siembra más difíciles, por el clima, que es muy duro, y por la pobreza de las familias, que es más grande; así que los niños se ausentan por más tiempo”, dice Onel Taveras, el director del centro, que ve partir a sus alumnos con el alma estremecida y una honda preocupación por su futuro.
En cada sitio los retos son los mismos: “Lo ideal es un seguimiento personalizado a cada uno cuando se reintegran, pero tenemos una sobrecarga académica por el déficit de maestros y no siempre lo podemos lograr”.
En la escuela Justo Pinales, de Los Rodríguez, situada en el límite sur del Parque Nacional José del Carmen Ramírez, el maestro Michel Alcántara también libra su batalla por prevenir el trabajo infantil, pero siente que avanza muy poco.
“Motivamos a los padres a que dejen que los hijos se concentren en sus estudios, pero es la situación económica y la misma pobreza lo que hace que esa realidad sea difícil de superar”, observa Alcántara.
La balanza de la desigualdad
Más allá del problema de la siembra, los alumnos de la zona montañosa están ubicados en el punto más débil en la balanza de la desigualdad. “Los niños de aquí no tienen un parque para recrearse, los niños de aquí no tienen una computadora, los niños de aquí no tienen una biblioteca para investigar su clase, los niños de aquí no tienen acceso a la Internet y muchas escuelas ni siquiera tienen luz”. “Muchas escuelas ni siquiera tienen luz; eso hace que el niño no tenga mayor acceso al conocimiento”, agrega.
“Aquí no hay un transporte para los niños, aquí hay niños que caminan tres, cuatro kilómetros, a pie para llegar a la escuela”, sigue.
El maestro Roselín Suero Alcántara cada día maneja una historia difícil en sus manos. La de hoy es ésta: “Yo tenía en séptimo veintiún estudiantes, de los cuales pasó la mayoría pasó a octavo. Algunos venían de Los Vallecitos, Mata de Café hasta Gajo de Monte. No los vi cuando empezó un nuevo año escolar y fui a buscarlos a sus comunidades para que vayan a la escuela, y me dijeron: ´Profe, es que ya estamos cansados del camino´”.
Y recalca: “Es que hoy ellos pueden venir en un animal, pero mañana el papá se tiene que llevar el animal para la loma, y un niño caminando tres o cuatro kilómetros, mojándose y subiendo lomas, y sin esperanza de encontrar quién le dé una bola, a veces sin comer, llega un momento en que se cansa y pierde el interés.”
Estos niños de la cordillera ya tienen el futuro lastimado. Alfareros de nada, se están haciendo hombres en las plantaciones. Ya hablan como adultos y su mochila está vacía. Su voz lleva el aliento de la tierra y sufren cada día los embates de la vida. Y eso les da el derecho a tener la mirada más triste del mundo.