Como muchos en Latinoamérica, he experimentado indignación con el abusivo empleo de los mecanismos constitucionales que ha culminado con la destitución de la presidenta Dilma Rousseff, basado en una ley de impeachment sin sentido de proporcionalidad, que da a una brecha fiscal la misma sanción que a un genocidio.
Dilma Rousseff, cuya honestidad no ha estado en cuestionamientos, ha sido echada del poder como merecería serlo alguien que haya desviado fondos públicos hacia cuentas privadas, o que hubiese cometido graves violaciones de los derechos humanos, o un acto de traición a la patria.
Me conmovió verla recordarles a sus nuevos verdugos, que ser objeto de condena sin motivos no era algo nuevo para ella, que vivía una experiencia similar a la de 1971, cuando la dictadura la sentó en un banquillo y la encarceló.
Le creo, y lloré con ella cuando les dijo a sus inquisidores: “No lucho por mi mandato, ni por vanidad, ni por el poder, lucho por la democracia”, evidentemente cercenada cuando sesenta personas por razones esencialmente políticas, abusando el poder conferido por la Constitución, se abrogan el derecho de desconocer el mandato expresado por 54 millones de electores que les confirieron un segundo mandato de cuatro años.
Pero la mira es de luces cortas, si la expulsión fáctica se atribuye exclusivamente a la pérdida del control de la mayoría congresual, que es lo que la colocó en los brazos rencorosos de sus adversarios, porque además de esa que es una condición objetiva, se requieren de condiciones subjetivas, y esas estaban cada vez más fortalecidas.
La principal adversaria de Dilma Rousseff ha sido la economía; la segunda, pésima política de comunicación y, la tercera, su terco e irrenunciable temperamento, que aleja la concertación.
Se ha ido del poder, entre otras cosas, como secuelas de la desaceleración de la economía china, que ha reducido su demanda de importaciones, lo que dejó a la brasileña con un ritmo de crecimiento, que ni soplado llegaba al 2% del PIB.
Contra Dilma votaba en el Senado un desplome del 3% en 2015 e igual caída en 2016; un paro del 11%; una inflación de un 7% y la mayor recepción de los últimos ochenta años.
En sus aprestos por la relección en la que Marina Silva marcaba por encima de ella, aunque luego quedó en tercer lugar, y en la que le ganó por estrecho margen a Aecio Neves, lo que fue posible por la integración de Lula da Silva a la campaña, hubo advertencias que Dilma no captó: que tanto la popularidad de ella como de su gobierno estaban erosionadas.
Creyó que con el solo hecho de haber ganado las elecciones obtenía el boleto para gobernar cuatro años, y no se percató de que en las democracias actuales hay que seguir ganando las elecciones después de haberlas celebrado, porque se reeditan a diario.
Muchas de las noticias negativas que partían del declive económico eran inevitables, pero es insustentable un gobierno asociado permanentemente a malas nuevas.
El puñetazo en la mesa no sustenta un gobierno, aunque considere que son injustos y desbordados los reclamos opositores, hay que mantener abiertos los espacios de concertación y en ocasiones hay dejar caer el pulso, porque la política es más un juego de inteligencia que de fuerza.
Dilma también se ha ido, porque estaba acompañada del desafío de la primera mujer en ocupar la presidencia de su país y se lo cobraron.