En el año 2011, a raíz del aumento en el precio internacional del petróleo que llegó a costar US$ 115.00 dólares el barril, y entendiendo que esa situación acentuaría las precariedades económicas de los choferes, el gobierno dominicano decidió dar apoyo financiero a las empresas de transporte a través de la aplicación de un subsidio a los combustibles destinados a ese sector.
Sin embargo, ese subsidio no nació como consecuencia de una Ley, como ha ocurrido en otros casos, sino como una resolución administrativa –transitoria– del Ministerio de Industria y Comercio, amparada en el Decreto No. 183-11, la cual podía ser revisada o derogada, si el precio del petróleo descendía en los mercados internacionales como al efecto ocurrió.
Por lo tanto, el anuncio que dejó sin efecto la extensión del decreto que otorgaba un subsidio al combustible utilizado por las empresas de transporte, es una decisión correcta que concuerda con lo convenido entre las partes, lo cual no debe ser objeto de reclamos o protestas por parte de los afectados en esa decisión.
Actualmente, el barril internacional de petróleo está promediando los US $50.00 dólares, consecuentemente, lo que originó la aplicación del subsidio a los choferes no justifica su permanencia.
Ahora, la pregunta es, ¿Son los subsidios –en todas sus formas– un recurso efectivo para solucionar los graves problemas de la población, o por el contrario, resultan un sustancioso negocio para aquellos sectores que lo reciben?
Por décadas, los gobiernos han utilizado este instrumento como mecanismo de socorro para mantener la estabilidad en áreas sociales cuyo desarrollo se ve limitado, directa o indirectamente, por la desigualdad económica y las debilidades e imperfecciones del sistema.
Al inicio, este tipo de asistencia pública se limitaba exclusivamente a segmentos estratégicos de la economía: la salud, la alimentación, la educación, energía y otras necesidades básicas. Pero luego, esos subsidios se extendieron hacia grupos económicamente poderosos que desvirtuaron completamente su aplicación con el propósito de crear riquezas particulares.
Cuando el gobierno crea una partida subsidiaria, lo hace como consecuencia de una necesidad por mejorar la calidad de vida de la gente, y regularmente los beneficios se vuelven tangibles, garantizando de por sí los elementos básicos para convertirse en una verdadera inversión social.
Por el contrario, cuando un subsidio está encaminado a favorecer ciertos sectores económicamente establecidos –como sucedió con los “sindicatos” de transporte–, el aprovechamiento de la asistencia financiera se desvirtúa y corrompe, entretanto, su impacto no genera beneficios ni siquiera para su propia clase social, debido a que el propósito se convirtió en negocio para sus promotores.
En conclusión, la ayuda económica que recibe cualquier entidad privada, pública o descentralizada, con el fin de satisfacer una necesidad determinada, casi siempre termina formando parte de alguna estratagema de grupos que operan en función de sus propios intereses. Y casi siempre, acaban chantajeando, creando focos de presión para obligar al gobierno a entrégales los beneficios colaterales generados por el subsidio.
El Estado, está compelido a formular políticas públicas para hacer uso eficiente de los recursos, lo que incluye el diseño de subsidios que puedan ser desmontados conforme a estrategias dirigidas a optimizar los procesos en cada área intervenida, teniendo en cuenta que el equilibrio macroeconómico será sustentable en la medida que disminuyamos el asistencialismo a través de los subsidios.