No creía cómo era la vida en el pasado. Se reía cuando le decía que los amigos, para hablar, tenían que visitarse. Se reía cuando le decía que para comunicarse a distancia había que escribir una carta y esperar días o semanas por la respuesta. Se reía cuando le decía que no existían las palabras “pin” y “password”. Se reía cuando le decía que no existían los cajeros automáticos y que todas las deudas se pagaban personalmente y en efectivo. Al final el joven veinteañero me miró con pena al saber que en aquellos tiempos no existían las computadoras personales. Para él (y un poco para mí) aquel era un mundo verdaderamente atroz.