De un tiempo a esta parte el mundo está dividido y enfrentado a más no poder. La violencia engendra más violencia y ha comenzado el afán destructivo. Hay que poner sosiego y recapacitar. Algo puede ser mucho. A propósito, el Consejo de Seguridad acaba de aprobar por unanimidad una resolución en la que se insta a los Estados a desarrollar, con la ayuda de agencias de la ONU y de Interpol, una amplia cooperación policial y judicial para prevenir o contrarrestar todo tráfico de bienes culturales que beneficie a los sembradores del terror o a sus cómplices.
En este sentido, el secretario general adjunto de Naciones Unidas para Asuntos Políticos, Jeffrey Feltman, ha llegado a decir que los grupos terroristas como ISIS explotan los lugares culturales para financiar sus actividades, fortaleciendo sus vínculos con la delincuencia organizada.“Ellos destruyen el patrimonio cultural y socavan el poder de la cultura como un puente entre generaciones, entre diferentes personas de distintos contextos y religiones”, apuntó. Ciertamente; la humanidad, en su conjunto, ha de tomar conciencia sobre los frutos del camino recorrido hasta ahora, sobre las raíces que nos entroncan y que, en este momento, forman parte de nuestro patrimonio como especie pensante, que hemos de salvaguardar para las generaciones venideras. No podemos borrar nuestra historia, ella nos pertenece a todos por igual.
Tanto los de Oriente como los de Occidente hemos de reencontrarnos a través del conocimiento más respetuoso, compartiendo vivencias que caracterizan el recorrido de toda existencia humana, reflexionado juntos para enriquecernos y progresar en el conocimiento de la verdad, de manera que podamos vivir más humanamente la distintiva existencia. A mi juicio, es tiempo de interrogarse mucho, de poner en valor la complementariedad de las diferentes culturas en las que se desarrolla el ser humano, en la actualidad más globalizado que ayer, de ahondar en las creencias e increencias de la ciudadanía, de conocerse más para poder reconocernos como familia. Está visto que las sapiencias cuánto más profundamente enhebradas en lo humano estén, mejor comprenden las diversas situaciones, porque llevan consigo el testimonio de la apertura del individuo a lo universal y transcendente. El retorno a la estética es uno de los elementos a considerar ante esta atmósfera de incertidumbres y desorientación, que tanto nos desespera. Resultado de esta desmoralización, en parte causada por la ausencia de límites morales, es el caos que soportamos en todos los horizontes del orbe. Sea como fuere, hemos de levantarnos y salir del desconcierto, naturalmente con coraje primero, y después alimentando la ética sobre todo lo demás. El mundo no lo pueden gobernar únicamente los pudientes, un sistema sin corazón, hace falta una moral que nos considere a todos por encima del ídolo del dinero.
Por otra parte, al presente es más necesario que nunca saber discernir la realidad, sin complejos y con altura de miras, para poder confluir con todas las generaciones. Ahora bien, la sensatez ha de hacernos ver las cosas con criterios de respeto y consideración a toda vida. Los humanos no somos objetos de mercado, tras el carruaje está nuestro espíritu, nuestra conciencia, nuestra capacidad de análisis para alimentar la esperanza. No se pueden levantar muros, hay que tender puentes de proximidad, de encuentro y diálogo. Las artes pueden unirnos. Lo decían hace unos días los organizadores de los cincuenta años de la Musicam Sacram, en el Congreso llevado al efecto, donde se proponían favorecer una reflexión profunda -a nivel musical, litúrgico, teológico y fenomenológico- , ofreciendo una propuesta positiva al culto cristiano, expresión de alabanza al Creador, agradable al oído en la diversidad de los modelos culturales. Sin duda, es bueno recuperar el patrimonio musical, en diálogo ecuménico y con la cultura contemporánea. Lo mismo ha de suceder con el deporte como lenguaje universal que acerca a los pueblos. Ha de ser una buena manera de superar los conflictos. Por eso, es fundamental que la dimensión creativa, deportiva, o de simple convivencia, se viva como una escuela de virtudes para que la concordia pueda abrazarnos en nuestra inconfundible historia vivencial de equipo humano.
Al igual que la música es importante para el alma, también el deporte es esencial, pero debe ser auténticamente deportivo su espíritu, para poder enriquecernos todos y avanzar hacia el estadio de lo armónico, que es lo verdaderamente conciliador para con unos y otros. El inolvidable Nelson Mandela lo tenía claro, su ideal de vida "era el de una sociedad libre y democrática en la que todos podamos vivir en armonía y con iguales posibilidades". Desde luego, toda la creación forma un conjunto versátil, donde la ciencia se entrecruza con el arte como queriendo fraternizarse. Ojalá el mundo tuviese unos moradores más responsables que buscasen el bien colectivo, en lugar de rivalidad y guerras. Son las diversas culturas, en consecuencia, las que han de darnos continuidad histórica, las que han de ensañarnos la manera de pensar y de vivir, de caminar y de ser. El referente de la Unión Europea ahí está, un continente armonizado en los valores de la solidaridad, la democracia y el estado de derecho. Su mercado único garantiza la libertad de elección y el movimiento, el crecimiento económico y la prosperidad para quinientos millones de ciudadanos. Es el mayor bloque comercial del mundo y el mayor donante de desarrollo y ayuda humanitaria. El pasado veinticinco de marzo, los líderes se reunieron en Roma para celebrar el sesenta aniversario de los Tratados de Roma, firmados en 1957, y ver que ahora se precisa de un nuevo aliento más allá de las normas, pues detrás de todo ello hay una conjunción de Estados, una ciudadanía que ha de estar dispuesta a ser menos egoísta y más solidaria, con unas instituciones que dignifiquen la vida de todo ser humano.
Si los europeos tienen que pensar más en Europa para que la unión sea una realidad, el mundo también tiene que recapacitar mucho más en todos sus pobladores, para que lo armónico deje de ser un sueño. Todo el planeta ha superado desafíos que parecían intimidatorios hace veinticinco años, con más de dos mil millones de personas fuera de la pobreza y, sin embargo, casi ochocientos millones subsisten actualmente con menos de dos dólares diarios. Son datos reales, incluidos en el Informe de Desarrollo Humano 2016, que nos deben poner en acción. Lo primero es centrar los esfuerzos en aquellas culturas marginadas, en aquellas personas excluidas. No puede haber paz mientras las desventajas afecten de manera extrema a ciertos grupos marginales. Tenemos que pasar de la cultura que separa, a la cultura que nos une; de un desarrollo económico inhumano a un desarrollo económico al servicio de toda existencia humana. La cuestión no es fácil, se requiere de consensos para reagruparnos todos y que no existan más olvidados, más invisibles, ni tampoco más anulados. El gran objetivo ha de ser siempre dignificar vidas a través de trabajos decentes, así como la consideración a los derechos humanos, reconociendo la propia identidad de cada cual, con su típica cultura, es decir, con su personal modo de ver la vida, de salir adelante, de expresarse, de concebir y hasta de imaginar. Uno jamás tiene que valer por lo que tenga o lo que produzca, sino por su potencial humano, único e irrepetible. Para ello, hay que pasar de este mundo voraz, que castiga a los débiles, a un mundo de justicia, para que los menos dotados puedan realizarse como ciudadanos del mundo. Hoy por hoy, las mujeres y las niñas, los habitantes de las zonas rurales, los pueblos indígenas, las minorías étnicas, las personas con discapacidad, los migrantes y refugiados y la comunidad LGBTI se hallan de manera desmedida representadas entre los más marginados. Trabajemos para que no sea así.
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26 de marzo de 2017