El autor de estas líneas leyó hace unos días, en una discusión entre políticos de la oposición desarrollada en un foro de la Internet, algo que -debido a su íntima vinculación con una racionalidad social superada- el partidismo no oficialista debería reexaminar con sentido crítico si desea situarse exitosamente de cara a las exigencias de la democracia electoral del siglo XXI.
Se trató de una postura de impugnación que puede en principio parecer menuda y manida: la de un alto dirigente partidista que rechazaba las aspiraciones internas de otro (por cierto, un compañero suyo ausente en ese momento del foro, y que por lo tanto no se podía defender) bajo el alegato de que “es un vago político”, pues “lo único que hace es teorizar”. Huelga decir que el impugnado es un reconocido intelectual de dilatada militancia política.
Obviamente, lo primero que movió a sorpresa fue que un dirigente como ese (miembro de la cúpula directiva de una importante entidad partidista) se encuentre en las medianías del siglo XX en lo que respecta al tema del “trabajo político”. Es decir: que todavía a estas alturas tenga una idea tan rudimentaria del meollo de esa expresión, pues aparentemente cree que ella significa única y exclusivamente labor práctica, artesanal, de viva voz, presencial, de cara a la militancia, a la gente o a la calle.
La actividad política -la perogrullada es adrede- siempre ha tenido numerosas avenidas de expresión, y cada una de éstas ha implicado la necesidad de realizar un “trabajo” específico: desde el espacio propio del líder o conductor hasta el simple militante de barrio o de campo, y ello incluye a dirigentes departamentales e intermedios, activistas provinciales o regionales, miembros de las bases, secretarias, choferes, equipos de “seguridad”, periodistas, técnicos, profesionales, religiosos, intelectuales, etcétera.
No entender que “trabajo político” es todo lo que se hace a favor de una causa (por nimio e intrascendente que parezca) en los espacios públicos o privados en que operan los ciudadanos, y que cada uno de estos últimos tiene una importancia singular y vital por la propia proyección práctica de sus calidades en la democracia electoral, entraña una concepción primitiva y anacrónica que, valga la repetición, a la postre le podría salir cara, muy cara a cualquier proyecto de poder en cuanto a los balances finales.
Por lo demás, hablar en tales términos en la “era” de las llamadas tecnologías de la información es no sólo un disparate sino también una verdadera apuesta por la derrota. Es como insistir en el uso de un viejo megáfono para dirigir o transmitir nuestras ideas a personas que se encuentran en sus hogares o en sus áreas de trabajo o estudio con un ordenador frente a la vista: los resultados, forzosamente, serán contraproducentes.
(Todo eso tiene designaciones específicas hoy día: atraso, estupidez, analfabetismo político, etcétera, y queda patentizado como el argumento por excelencia de los mediocres y los mezquinos para cerrar las puertas hacia adentro del proyecto de que se trate y, también, para vedar o impedir sutilmente la participación de gente que puede “hacer sombra” o disputar puestos de dirección… Tan simple como eso, por desgracia).
La cuestión, en el fondo, es sencillísima: ¿usted cree que fulano es un “vago” o que no aporta nada? Bueno, pues la lógica no indica que usted deba objetarlo. Por el contrario, lo recomendable sería que usted promueva y acepte que le den tareas determinadas para, al final, ponerlo en evidencia como tal. Pero no. Cualquiera que haya sido militante político en esta tierra de nuestros amores y dolores sabe que, más allá de las palabras, la idea es no dejarlo pasar o entrar, darle un portazo en la nariz, o auspiciar su retiro (si ya está dentro).
Por otra parte, y en consonancia con la citada, la segunda frase, la de que “fulano es sólo un teórico”, es igualmente infeliz e infecunda, y especialmente en la era actual. ¿Qué es lo que caracteriza a nuestra época en términos de cultura y acción políticas? Sin dudas, el manejo de la información, que se expresa al fin y al cabo en dos vertientes: como orientación y como desorientación, y crea lo que hoy en día se ha dado en llamar la “percepción”, esto es, la idea y la imagen de la verdad o la mentira (sí, las mismas de las que hablaba Goebbels en sus célebres sentencias de propaganda) que cada quien, tras el biombo de la realidad, tiene en su cabeza sobre personajes, hechos o situaciones.
Eso que se llama “percepción”, que en sus efectos se proyecta hacia la colectividad en general, es en última instancia la verdad o la mentira personal, íntima, muy suya, de cada individuo. Es lo que cada quien cree en un momento dado de lo que ocurre o no ocurre y, en consecuencia, deviene la “conciencia” impulsora de la acción o la inacción de cada persona.
¿Cómo se forma esa “percepción”? De dos maneras no taxativas ni excluyentes: la primera, por el contacto directo con la realidad; la segunda, a través de la información o la desinformación… No hay que decir que al ciudadano moderno le es imposible estar en contacto permanente con la realidad en su verdadera dimensión fáctica (apenas vive la propia y la de su más cercano entono), y que, por ello, la mayoría de sus “percepciones” se forman a partir de la información o la desinformación.
La “percepción” moderna, pues, no sólo es hija sino que depende absolutamente de los mensajes que se reciben, y éstos, como se sabe, en nuestro tiempo se sirven básicamente a través de los medios digitales y de comunicación tradicional (la mayor o menor influencia de cada uno de ellos estará determinada por variables como la educación, la edad, el desarrollo de las comunicaciones y otras). ¿Cuáles son estos medios en estos momentos? La Internet, la radio, la televisión, la telefonía, las publicaciones en papel, etcétera. ¿Se oye o no se oye, por Dios?
La secuela, en el aspecto que discutimos, cae por gravedad: en principio, quien mayor control ejerza sobre los medios digitales y de comunicación tradicional tiene mejores posibilidades de crear una “percepción” favorable a sus intereses. O sea: control de medios es ser igual a control de la información y la desinformación, control de la información y la desinformación es igual a control de la “percepción”, y control de la “percepción” es igual a control de la conducta ciudadana. Nada de esto, empero, se produce de manera lineal o sistémica: siempre presenta sesgos y rupturas menores.
Se puede argüir que ese control no es general sino que medularmente toca a los sectores menos cultos de la sociedad. Y pudiésemos estar de acuerdo. El problema es que estos sectores son mayoritarios en la sociedad, y en los regímenes democráticos el voto de los ciudadanos es univalente, pues el “demos” no es una masa uniforme al percibir y actuar: está constituido por las “visiones” y los actos concretos y específicos de los individuos.
También es posible argumentar que eso es inaceptable porque entonces ello significaría que, en las democracias modernas, la verdadera voluntad del pueblo está íntimamente saboteada, alienada y manipulada por los grupos que controlan los medios de comunicación. Bueno, si usted no estaba enterado de eso, entérese ahora: eso es lo que acontece. Nadie medianamente informado ignora que la sociedad abierta, libre y plural que construyeron el liberalismo clásico y la socialdemocracia está en peligro en estos instantes por la dictadura económica y el control mediático globales de las élites financieras del orbe.
Igualmente sería dable ripostar en otro sentido: diciendo que la “percepción” se podría quebrar con una labor de concienciación directa en la que a la gente se le haga ver la realidad más allá de las imágenes e ideas que transmiten los medios. Y también aquí pudiéramos estar contestes. El detalle espinoso sería determinar qué instrumentos se van a utilizar para ello, pues los hasta ahora usados no han sido efectivos en absoluto… Y en el país -aparato clientelar aparte- tenemos cuando menos trece años consecutivos comprobándolo.
La verdad es que la experiencia indica por doquier que sólo una cosa fractura la “percepción” con toda seguridad: una crisis económica fuerte (que llegue a los estómagos y los bolsillos de la gente de manera directa) o una crisis política que ponga en riesgo tangible e inminente derechos o aspiraciones fundamentales. Porque lo cierto es que hasta ciertos eventos sociales dramáticos (y los dominicanos lo hemos visto reiteradamente) suelen ser revertidos en sus efectos por la creación de una “percepción” dada.
De manera, pues, que a la luz de lo dicho hasta ahora hemos inevitablemente de insistir en que la frase ya citada que impugna a los “teóricos” está desfasada y, antes que hacer bien, provoca daños potenciales inmensos a cualquier proyecto político. La razón primigenia es llana y rotunda como una moneda: los “teóricos” son hoy en día los principales diseñadores y manejadores de la “percepción”.
Es más: lo que se ha verificado incontestablemente hasta ahora es que sólo un proyecto que cuente con abundantes “teóricos” tiene posibilidad en nuestras sociedades de resultar viable y exitoso. Hablamos, claro está, de estrategas, analistas de coyuntura, opinadores, comunicadores, “interactivos”, cuadros con formación doctrinaria y, por supuesto, intelectuales inteligentes (porque, como es sabido, los hay brutos). Y si alberga alguna duda en tal sentido, échele una mirada aunque sea de reojo al PLD y su ya larga cosecha de éxitos electorales.
No se está afirmando aquí -valga la aclaración tanto para los malintencionados como para los que se intentan hacer los tontos- que los militantes “prácticos” no sean importantes en un proyecto; antes al contrario: son extremada y sustancialmente necesarios… Lo que se afirma es, específicamente, que ya no son la única base y garantía para una victoria político-electoral, y que, en esa virtud, rechazar personas porque son “vagos políticos” o “simples teóricos” es la más costosa barrabasada en que puede incurrir un proyecto de poder partidista.
La realidad globalizante de hoy impone a los “teóricos” como la fuerza de análisis, reflexión, agitación, organización y orientación fundamental de los proyectos en referencia. Ya pasó la época de los partidos “orgánicos” (los dirigentes son simples figuras mediáticas, más con perfiles de rey Midas que de profeta social, y los comités de bases son un listado en papel desechable): éstos tienen una existencia casi virtual. Es una pena, pero es lo que acontece en los hechos: el trabajo de Joao Santana, por ejemplo, le sumó más votos al PLD que cualquiera de sus organismos nacionales o regionales.
Los políticos deberían entender -y es deplorable que no lo haya hecho un dirigente tan añejo como el citado al inicio de estas consideraciones- que estamos en la época de los partidos “informacionales”: se trata de maquinarias electorales que compiten en múltiples y complejos campos, y entre éstos los que sobresalen hoy -muchas veces por encima del poder económico- son los de los medios digitales y la comunicación tradicional… Porque, recordando a McLuhan, vivimos en la “aldea global” (nacional o mundial), y “el medio es el mensaje”.
(*) El autor es abogado y profesor universitario
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