Por Ricardo Vega. Es un presente eterno. Una dimensión memorial que renace y fluye siempre persistente, Vívida.
“Hirieron a Marcelino. Lo escuché por Radio Mil”, informó el primo William Güilamo.
La revelación lapidaria y tormentosa abrió mis ojos y me hizo saltar de la cama. El amanecer apenas bordeaba las ocho horas y tantos minutos, abril iniciaba su séptimo día y el año 1981.
Neumáticos y reclamos encendían las calles. Las avenidas eran realmente de Los Martires. La calle Moca, la Duarte, Villas Agrícolas, el mercado era un solo reclamo, el de siempre; la bonanza nunca alcanza para los obreros y menos pudientes.
Una carabina San Cristóbal, un francotirador gris, un cabo o un teniente, Márquez Miliano o Sánchez Ulloa, tres obreros de la comunicación, un canillita y un fotógrafo, un único proyectil y un solo corazón destrozado. Sangre, luto, dolor. Desde entonces la paz zarpó hacia otros mares.
Teatro, especulaciones, investigaciones, audiencias, declaraciones de prensa, mercadeo, exámenes de balística; todos conducían a la misma deriva. Ya nadie podría revivir un crimen que a tres décadas y seis años hoy sigue latente, como una oruga que los años convierten en mariposa, cuyos huesos, pulverizados de honor, remueven sus cimientes desde el nicho de la injusticia para recordarle a esta sociedad, a sus dolientes, si es que los tiene, que es posible volver a morir o volver a nacer, cada vez que sea necesario, para defender y sostener la consagración utópica hacia la verdad, la libre expresión y la equidad social.
Para al menos, quizás sirva de algo, refrescarle en la memoria que los que vivieron y ejercieron el periodismo como él, a pesar su corta edad, nunca morirán, pues esta misma sociedad los reivindica cada día con sus desaciertos, con la plaga inmisericorde, que parece ser eterna, de la desigualdad, de ese modus viviendi que nos quiere obligar a asumir lo cuestionable, amoral e injusto como común y aceptable.
Un día 7 me vio nacer, un día 7 lo vi morir, pero nunca se ha ido.
Marcelino Vega vive.