Desde el año 2003, cada vez que se inicia la Semana Santa, acaso en razón de que se trata de un espacio temporal muy a propósito de la reflexión sobre la vida y el sentido de ésta (básicamente para los cristianos católicos, aunque sólo lo sean en términos culturales), siempre acude a mi memoria una no muy rutinaria incidencia familiar que me dejó huellas indelebles en el alma.
Se trató de que el lunes santo de ese año, en horas tempranas de la noche, una de mis hijas -que entonces rondaba los doce años de edad- entró sigilosamente a la pequeña biblioteca hogareña en la que me encontraba subsumido en la lectura de un grueso texto literario y, tras observarme durante un rato, me hizo la siguiente reconvención:
-Papi, la verdad es que yo no sé para qué es que tu lees y estudias tanto, porque con eso lo único has conseguido es saber sobre algunas cosas que en la vida real no te han servido para nada.
El tono de la censura no tenía nada de broma, y ante mi solicitud de que se expresara con mayor precisión (alegué que no entendía exactamente lo que me quería decir), la preadolescente respondió: “Bueno, lo que yo veo es que tú sabes de muchas cosas de leyes, literatura, historia, política y economía, pero eso nada más te sirve para hablar mucho y bonito con tus amigos, porque nosotros no somos ricos”.
En principio, me sentí alarmado por lo que interpreté como una decepcionante y desaprensiva parrafada de mi hija… Decepcionante, porque creía que a lo largo de su infancia (y pese al avance de la posmodernidad y su desbordado nihilismo) había sembrado en ella y sus hermanos por lo menos la semilla del humanismo y los valores que les son consustanciales… Desaprensiva, porque me parecía que hablaba “por boca de ganso”, dada su corta vida y su casi nula formación cultural.
Además, y debo confesarlo, me preocupaba también debido a que en cierta medida me parecía la reiteración refinada, no sé cuántos años después, de unas expresiones que mi padre campesino (que era analfabeto) dirigía a mi madre cuando ésta se empecinaba en preparar a mi hermano mayor (hoy un abogado casi en retiro que ejerció su carrera con bastante éxito) para que fuera a la escuela: “Tú lo que estás criando es un vago-le decía-. Estudiar es la mejor manera de perder el tiempo… A ese muchacho hay que ponerlo a trabajar machete para que aprenda a producir”.
(Mi padre -un hombre racional, justo, equilibrado y noble hasta la exageración, a contrapelo de su absoluta orfandad académica y cultural- modificaría esa postura con el paso del tiempo -talvez al comprobar que sus hijos se convirtieron en profesionales universitarios con trabajos más o menos decentes y productivos-, pero mi madre la recordaba cada vez que deseaba ilustrar a alguien de la intimidad respecto al “espíritu” de la época en la que ella formó familia en nuestro Bonao natal).
Soy el primero en reconocer que muchas de mis concepciones (no todas, desde luego) pertenecen a un período histórico superado (la transición generacional no se hace impunemente: las arrugas y las canas también brotan en las ideas, con la agravante de que en este caso no se pueden eliminar con pomadas o disimular con tintes), y por ello todos los días me esfuerzo por concentrarme en la parte de ellas que considero eternas: los valores que nos alejan del “estado de naturaleza” de que hablaba Hobbes y nos hacen seres humanos “civiles” o “civilizados”.
No es fácil, empero: uno de los rasgos esenciales de la sociedad posmoderna es el desenfrenado retorno humano al ámbito de las sensaciones y los placeres (el “nuevo hedonismo”, que Bauman conecta con el consumismo y con la “liquidez” total del existir presente), y este retorno demanda de manera taxativa y excluyente, para ser viable y efectivo, la posesión de un “utensilio” muy conocido: el dinero, en su carácter de “valor de cambio” … En la posmodernidad (y mucho más que en cualquier otro período histórico), todo comienza y todo termina con él.
Naturalmente, teniendo como telón de fondo esas características de la época, a la sazón traté de entender el razonamiento lógico, sencillo y cortante de mi hija, y simplemente me dediqué a intentar hacerle comprender que, a mi modo de ver, sus juicios no eran del todo correctos, pues si bien el dinero es absolutamente necesario para vivir decorosamente en sociedad (y más bajo el “nuevo orden” ético en que vivimos en el siglo XXI), la riqueza no tiene necesariamente que ser el objeto central de la existencia para alcanzar cotas adecuadas de felicidad.
Igualmente, traté de explicarle que la lectura y el estudio, más que actividades destinadas a lograr fortuna material o ejercicios de disciplina “académica” (colectiva o individual), son en realidad formas exquisitas y expeditas de cultivar la inteligencia y el espíritu creador del ser humano, es decir, la manera de acceder al “saber” transformador, que es, a su vez, el mejor y más “provechoso” alimento para el progreso personal y social: la humanidad no ha progresado con base en la ignorancia, sino en el conocimiento.
La verdad es que, aunque me empeñé en situar cada argumento en su lugar para que mi hija me entendiera, al final me quedé con la sensación de que la explicación no había sido totalmente convincente. Ello, empero, no me mortificó más de la cuenta a la postre: lo importante era el intento y, sobre todo, la oportunidad que me abría para seguir conversando sobre el tema con ella y sus hermanos.
El diálogo de referencia me marcó tanto que a partir de ese momento me propuse hablar más con mis hijos (lo que hice, aunque no sé si suficientemente) y, al mismo tiempo, “inauguré” una nueva forma de contribuir a su formación: les pagaba (con dinero en efectivo) por cada libro que leían. Desde luego, yo seleccionaba los textos y le ponía precio a la lectura en función de su tamaño y su complejidad… Y los resultados, ciertamente, fueron satisfactorios: si algo me enorgullece de ellos es que tienen cultura, sensibilidad y humildad sin ser “marcianos” entre sus contemporáneos.
(Obviamente, hemos de entender que tratar de inculcar principios y valores eternos es una misión casi imposible en este siglo mercurial, sensualista, camaleónico, pragmático y consumista. Y algo más: al intentarlo, tenemos que esforzarnos por evadir el riesgo de convertir a nuestros hijos en “nerds”, seres “aéreos”, ilusos, o simplemente en personas no aptas para vivir en “su” mundo… Al fin y al cabo, el mundo de hoy no es el de nuestra generación sino el de la suya).
Por supuesto, hay que enfatizar en lo que se quiere decir desde el inicio: la lectura y el estudio, cualquesean su naturaleza o su carácter, aparte de lo que significan como cultivo del espíritu, brindan la posibilidad al ser humano de conocer mejor la realidad en que vive, disponer de los “instrumentos” para su manejo y transformación progresiva, y consecuencialmente tener determinadas ventajas comparativas en la competitividad sociedad de nuestros tiempos… Los “avivatos” ganan por excepción y circunstancias en ciertas partes del mundo (por ejemplo, aquí), no porque sean mejores, más inteligentes o más productivos.
No lo olvidemos: la época de preferencia de los “brutos” o los incultos ya pasó, excepto para los políticos y los gobernantes de nuestras latitudes, y para ciertos empresarios y banqueros “yuppies” (neoliberales fundamentalistas, muchos -aunque lo oculten o no lo sepan- realmente seguidores de Ayn Rand y no de Ludwig von Mises o Frederick Hayes) que por desventura son parte de la élite que controla las finanzas globales.
Pero sólo en esos casos, insisto: a diferencia de lo que ocurría hace dos o tres lustros, en estos instantes la mayoría de los propietarios del capital y de los medios de producción, por su propio interés pecuniario, prefieren a los subalternos cultos y estudiados… La razón es simple y, claro (valga la insistencia), no tiene nada que ver con su eventual altruismo o su proclividad a la “pendejada”: el conocimiento es, actualmente, un factor decisivo para la creación de lo que en Economía se conoce como “valor agregado”.
Por lo demás, recordemos que en el campo de la política, hace sólo un par de décadas, el individuo estudioso era altamente estimado, y no sólo resultaba admirado por quienes lo rodeaban sino que, por sus particulares dotes, siempre era un candidato ideal para puestos de importancia… Era parte de la “elite” de la política, y por ello, entre otras razones, ésta era entonces menos cerril y más decente que la de hoy.
(Todavía más: los líderes con formación cultural siguen siendo referencias nodales de la política: ¿Qué peledeísta no proclama su devoción por Bosch? ¿Qué reformista no evoca a Balaguer? ¿Qué perredeísta o perremeísta no se dice discípulo de Peña Gómez? Están obligados a hacerlo así, aunque al final devengan otra cosa: recursos de retórica que se desechan como papel sanitario en la hora suprema de la “acción” o del paso por el gobierno).
Lastimeramente, hoy día la realidad es inversa en el partidarismo criollo: en general, un político que lee y estudia es considerado un simple “teórico”, un “técnico”, un “poeta” o un “tipo raro” y “complicado”, y si bien no es objeto de repudio o abominación abierta, por razones y necesidades de instrumentalización personal que sobra explicar, es habitual que carezca de acceso a los campos en los que se adoptan las grandes decisiones: la mayoría de los líderes políticos de la actualidad (porque muchos se creen “eruditos”, como los adolescentes) prefiere a los pragmáticos, los “realistas” y los prácticos.
Ese es, claro está, uno de los signos de la época: como decía Bauman, “Nos hallamos en una situación en la que, de modo constante, se nos incentiva y predispone a actuar de manera egocéntrica y materialista”, y no escapan al impulso correlativo de renegar de todo lo que huela a espiritualidad o a bien común, como se observa cotidianamente, ni la política ni la religión ni la familia… Y las élites dirigentes están encantadas con ello: en la medida en que la gente sea menos humanista y solidaria, más se fortalecen el poder establecido y sus beneficiarios.
De todos modos, y volviendo al origen de estas consideraciones porque no puedo hacer otra cosa, que conste: la preadolescente que me habló de la forma en que narré al principio, es ya una joven y dedicada profesional de la Medicina (graduada Magna Cum Laude en UNIBE) con notoria sensibilidad humanística y manifiesto regusto por el disfrute de la “vida social” que, en estos momentos, cursa una especialidad en Cirugía Pediátrica: o sea, no ha terminado siendo una persona frívola o concupiscente, pero tampoco una “nerd” de oficio.
No sé ustedes, pero yo pienso que, a la larga, la siembra no me ha resultado tan infecunda… Naturalmente, estoy persuadido de que la opinión de cada quien dependerá mucho, en este y otros temas de prosapia social o familiar, de lo que esperaba como cosecha.
(*) El autor es abogado y profesor universitario
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