En estos días mi hijo mayor, en una conversación académica sobre asuntos de Derecho, me recordó -sonriendo sin dejar de ser ligeramente reconvencional- que cuando él y sus hermanas eran preadolescentes puse en vigor en mi casa una “rara” e “injusta” disposición, de ropaje jurídico apócrifo, que denominé el “principio de la infracción solidaria”.
La rememoración se refería a un episodio de la vida familiar que ya había olvidado, y no pude contener la risa al escuchar a mi hijo recreándome parte de sus pormenores: se trató de una medida que adopté para los adentros de mi hogar en una época, felizmente superada, en la que todavía buena parte de los padres ejercían una autoridad vertical y sin fisuras sobre la descendencia.
Ciertamente, me vi en la obligación de “decretar” la disposición de referencia a propósito de una de esas pequeñas crisis de comportamiento y responsabilidad que habitualmente los padres tenemos que manejar cuando la prole empieza a crecer, a pensar por sí misma y a tomar sus propias decisiones.
Lo que ocurrió fue que uno de los muchachos hizo algo reprobable o no tolerado dentro de las concepciones éticas y conductuales que su madre y quien escribe intentábamos inculcarles, y como los tres negaron ser responsables de lo acontecido al interrogarlos individualmente, procedimos a reunirlos y a demandar enérgicamente que el autor de la inconducta se identificara y confesara su culpabilidad.
Ello no ocurrió, empero, y por el contrario lo que pude notar fue que, además del silencio sepulcral que nos dieron como respuesta, mi hija mayor cruzó varias miradas con la menor que me parecieron admonitorias o amenazantes, razón por la cual al finalizar la infructuosa reunión le dije a su madre que interrogara sutilmente a la pequeña porque me parecía que ella sabía lo que había ocurrido y conocía al responsable.
Cuando mi esposa, armada con sus melifluas y a veces mañosas palabras de progenitora, cuestionó a nuestra hija menor sobre lo que estábamos investigando, ésta le respondió reiterando que no sabía nada, y agregando de manera desenfadada que si lo supiera tampoco lo diría, porque sus hermanos le habían advertido que se “preparara” en el caso de que se pusiera “de chivata”.
Al caer la tarde de ese día, tras regresar de la oficina y recostarme un rato, mi esposa, apesadumbrada, me puso al tanto de lo narrado precedentemente, y no vi otra salida que no fuera llamar a los muchachos a mi pequeña biblioteca para una nueva reunión familiar a los fines de darles una “última oportunidad” para que el o la responsable del hecho en cuestión asumiera su culpabilidad.
Otra vez, sin embargo, nos dieron la callada como respuesta, y fue por ello que les anuncié que, a partir de ese momento y durante todo el tiempo que estimáramos de lugar, quedaba establecido en la casa el “principio de la infracción solidaria”, que consistía en que cada vez que se produjera una situación o un acto violatorios de las normas o reglas que habíamos establecido en la casa sin que apareciera o confesara el responsable, la sanción correspondiente se les aplicaría a los tres.
La reacción de rechazo, por supuesto, fue general: mi hijo mayor hizo silencio, pero en la mirada se le notaba la consternación y la disconformidad; la de mediana edad expresó abierta y radicalmente su repudio a la medida; y la menor se limitó a manifestar su disgusto con dos gruesas lágrimas… Mi esposa, de su lado, acaso atrapada entre el deber y los apremios maternales, apenas esbozó una sonrisa cuarteada que nunca supe si fue realmente de aprobación o de amargura.
Nada de eso me sorprendió, desde luego, pues desde muy temprano nos acostumbramos a tener que lidiar con los disímiles caracteres de nuestros tres hijos, que se expresaban no sólo en posturas distintas frente a acontecimientos o cuestiones familiares e individuales, sino también en intereses y proclividades que parecían ser propias de personas a las que no los unía ningún lazo de consanguinidad.
El primogénito era magnánimo y respetuoso, pero cherchero y enamoradizo, y a su madre a mí nos preocupaba en la época su escasa aplicación en los estudios: asistía al colegio como acto de obligado compromiso, no como manifestación de interés por aprender o alcanzar determinadas metas existenciales… En cierta ocasión, dentro de una actividad informal de su centro de estudios, fue merecedor de un pergamino de “reconocimiento” cuyo “concepto” indicaba por donde andaban sus intereses: “El más muelú”.
La siguiente en edad era una jovenzuela de carácter recio, reacciones levantiscas y hablar directo, y al tiempo que exhibía una notoria tendencia al secretismo y a las actuaciones al margen de las reglas familiares, se destacaba como excelente estudiante y, sobre todo, como poseedora de una mente ágil y excesivamente racional… Cuando hablaba de ella, siempre le decía a su madre: “Esa, pese a sus maximalismos, tiene la cabeza bien puesta, y el día que meta la pata -si lo hace- puedes estar segura de que lo hará conscientemente”.
La más pequeña, no sólo por ser la más mimada de la casa sino también por su naturaleza dulce y apacible, siempre lucía centrada y obediente, y aparte de que era bondadosa, disciplinada y juguetona, le gustaba estar pegada al televisor y lo más cerca posible de su madre, exhibiendo una dedicación al estudio compatible con su edad: más docilidad que aplicación… Le decía a su madre que -de los tres- ella era la que tenía el mejor carácter y la más fina sensibilidad, aunque había que esperar a que se desarrollara su personalidad para poder auscultarla adecuadamente.
De manera, pues, que mis hijos eran “tres mundos diferentes”, y ello se manifestaba en su conducta familiar, en los tipos de amigos que elegían, en sus gustos y preferencias, y hasta en sus aspiraciones académicas y profesionales: mientras el varón no sabía qué estudiaría en la universidad (argumentaba que “tenía mucho tiempo” para decidirlo, aunque luego optó por Odontología y ahora por Derecho), las dos hembras mostraban proclividades disímiles: una decía que sería maestra y la otra médico… Finalmente se inclinarían las dos hacia la Medicina, y en eso están actualmente: una como residente de Cirugía Pediátrica, y la otra preparándose para tomar los exámenes del sistema de los Estados Unidos.
Acaso por esas mismas razones, la aplicación del “principio de la infracción solidaria” inicialmente dio pie a un enojo casi colectivo y a imputaciones silentes de todo tipo contra el suscrito, pero lo cierto es que a la postre dio resultado: primero disminuyeron las “inconductas” intrafamiliares como por arte de magia, y después, si se producía alguna, el culpable confesaba sin necesidad de interrogatorio ni amenazas de castigo… Los tres se vigilaban admonitoriamente entre ellos y, además, conminaban al o la eventual infractor o infractora a admitir su responsabilidad.
Naturalmente, estoy persuadido de que algunos amigos me ripostarán con una mueca de burla o diciéndome que ese tipo de “método” de corrección corresponde a la era antediluviana, y que en la actualidad hay una gran cantidad de técnicas y procedimiento “modernos” y “científicos” disponibles para los padres lidiar con los hijos, y es casi seguro que tenga la razón… Sólo esgrimiré en mi defensa un argumento de bolsón generacional y otro muy a tono con la posmodernidad: el autor es de los tiempos en que la mejor “sicóloga” era una correa, y con estas notas no tiene en absoluto el designio de hacer doctrina o promover paradigmas.
Es muy probable que cuando mis hijos lean este artículo simplemente sonrían recordando vaporosamente lo que aquí he narrado, pero el impacto en sus vidas de entonces fue tal que un día su madre me abordó, cariacontecida y con los ojos aguados, para advertirme que tenía que “revisar” la medida que había institucionalizado porque los muchachos, cuando hablaban entre ellos, ya no me llamaban “Papi” sino “Trujillo”.
Ahora, muchos años después, puedo confesar que en su momento me inquietó el ofensivo sobrenombre que los preadolescentes me etiquetaron tras bastidores (pues siempre promoví la cultura democrática y la libertad de expresión en mi morada), pero en definitiva el instinto de padre “conductor” se impuso sobre las aprehensiones y las reservas de conciencia: mantuve inalterable la decisión, con las secuelas (bonancibles en nuestro caso, creo yo) que ya fueron reseñadas.
(*) El autor es abogado y profesor universitario
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