La mujer es la columna vertebral de la familia y de la sociedad, sobre todo en los países del Sur. Pero, desde hace unos años, se han desarrollado programas para facilitar la integración de la mujer en el mercado del trabajo y se ha puesto de manifiesto su enorme capacidad para generar los medios económicos necesarios para sacar adelante a sus familias y promover el asociacionismo en sus comunidades.
El 70% de las personas que viven en extrema pobreza son mujeres, ganan entre un 30 y un 50% menos que los hombres, representan dos tercios de los analfabetos del planeta y sólo poseen el 10% de los recursos mundiales cuando aportan dos terceras partes de las horas de trabajo. Si con esto en contra, una mujer logra destacar, su valía como persona y como profesional es superior a la de cualquier hombre en la misma situación. No se trata de discriminación positiva, sino de una clara selección natural en condiciones adversas. Arrancan la carrera en desventaja, así que si llegan a la meta a la vez es porque han demostrado un mayor tesón y valor.
Cuando en la II Guerra Mundial los hombres tuvieron que irse al frente, las mujeres los reemplazaron en sus trabajos, hasta entonces vetados para ellas, y demostraron de lo que eran capaces a la sociedad y a sí mismas. Desde el momento en el que asumieron sus capacidades, ya no ha habido marcha atrás. La conquista por la igualdad de derechos y oportunidades no ha dejado de avanzar.
El principal frente para lograr la igualdad es la educación. No hay que olvidar que uno de los obstáculos más grandes para el desarrollo son los 586 millones de mujeres adultas que no saben leer ni escribir. Una mujer educada se aleja de la posición sumisa que facilita la asunción de la desigualdad como algo irremediable. Accede a mejores trabajos, posee una mayor independencia del hombre, tiene menos hijos, se preocupan más de su salud y de la de su familia. Es un hecho, en las sociedades en las que las mujeres tienen acceso a la educación, este número se reduce drásticamente. Con la mejora de la situación de la mujer se beneficia toda la sociedad. Si en Latinoamérica se eliminasen las desigualdades en el mercado laboral, el producto interior bruto aumentaría un 5%. Esa igualdad no se logrará tan sólo con declaraciones políticas, acuerdos y compromisos internacionales, sino que es necesario cambiar hábitos y actitudes en nuestro entorno, generar una conciencia política que implique cambios en el modo de ver la realidad, pero sobre todo hay que escuchar y tener en cuenta las opiniones de las propias mujeres.
Los países del llamado Primer Mundo tienen que asumir su responsabilidad por la situación de la mujer. EEUU y Europa instalan maquilas en Latinoamérica y Asia a sabiendas de su injusticia. Saben que las maquilas contratan mujeres para que trabajen en turnos laborales inhumanos, con salarios que apenas les permiten vivir. Condenan a la pobreza a estas mujeres, muchas de ellas con hijos o al cuidado de sus padres. Las maquilas, al servicio de las transnacionales, contratan a mujeres porque, como no se han llevado al plano social los derechos de la mujer en muchos países del Sur, resultan más sumisas. Estas islas de explotación violan los derechos de la mujer que tantos países desarrollados argumentan promover.
Cooperativas de mujeres, bancas comunales y otras nuevas formas de emprendimiento demuestran que ser pobre no es una fatalidad del destino, sino el resultado de la falta de oportunidades. Salir de la pobreza no es sólo tener comida, sino también cortar la dependencia de las ayudas. Recibir alimentos donados, recuerda la imagen de una caridad paternalista. La cosa es muy diferente cuando se consigue ir creciendo con el esfuerzo personal. Aunque buena parte de la cooperación internacional se sigue basando en antiguos esquemas, las organizaciones sociales han comprobado que el verdadero desarrollo de una comunidad suele comenzar cuando se favorecen la integración de los principales protagonistas de los programas: los beneficiarios capaces de crear un pequeño taller de artesanía o en un proyecto mayor envergadura, se trata de favorecer la participación, asumiendo cada cual su parte en el diseño, en la ejecución, y en la evaluación del proyecto. Cooperar es trabajo entre iguales, el beneficiario ha de ser activo, protagonista de su propio desarrollo. No basta con el reconocimiento de los derechos humanos que adornan muchas constituciones. Es preciso convertir esos derechos políticos en auténticos derechos sociales.
José Carlos García Fajardo
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
Twitter: @GarciaFajardoJC