Entre los fundamentos esenciales de la administración de justicia en todos los países civilizados se encuentra la solemnidad que rodea no solo la parte interna de los tribunales, sino el propio entorno exterior.
Tanta es la solemnidad que las cortes ni siquiera permiten el uso de cámaras fotográficas ni de vídeos, justamente para evitar la eventual banalización de los casos objetos de las diligencias judiciales.
En la República Dominicana, de un tiempo a esta parte, se ha venido verificando una peligrosa tendencia hacia el atropello a esa solemnidad, en el cual incurren no solamente extraños al quehacer judicial, sino muchos de los propios elementos que por la naturaleza de sus funciones deberían de tener una conducta correcta.
Hablo incluso de representantes del Ministerio Público para quienes la figuración mediática en ocasiones tiene más importancia que atender sus obligaciones de presentar casos debidamente fundamentados para que no se les caigan.
¿Qué se puede esperar de los particulares cuando se observa ese comportamiento en los actores fundamentales de las diligencias judiciales?
Por lógica deducción se tiene que concluir en que una de las partes en un proceso—o todas las partes involucradas—se van a sentir motivadas a usar mecanismos de presión para tratar de influir sobre los jueces en el conocimiento de una controversia.
Un comportamiento así se vivió hace un par de semanas en el Palacio de Justicia de Ciudad Nueva durante el conocimiento del caso del sindicalista Blas Peralta, condenado a 30 años de prisión por el asesinato del profesor Mateo Aquino Febrillet, exrector de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).
En días recientes el mismo escenario judicial padeció una acción similar cuando el dirigente político Leonardo Faña se hizo acompañar de decenas de seguidores del Partido Revolucionario Moderno, con la obvia intención de presionar al tribunal que conoce una demanda en su contra, radicada por el ministro administrativo de la Presidencia, José Ramón Peralta.
Se trata de una acción incorrecta e inadecuada que las autoridades judiciales deben encontrar la forma de cómo evitarlo, pues en un juicio las pasiones tienden a desbordarse y eventualmente desencadenar situaciones inmanejables.
En todo los procesos, sin importar su naturaleza, solo deben primar las pruebas, en ambas direcciones, y nunca serán las muchedumbres las que harán valer los alegatos de las partes.
Aunque con experiencias recientes algunos pueden sentirse motivados a presionar desde la calle con la esperanza de obtener resultados que mediante la aplicación de los códigos probablemente no lograrían.
Es cierto que los juicios deben ser públicos, orales y contradictorios. Pero una cosa es esa norma del procedimiento y otra muy distinta es el uso de turbas para presionar jueces.