Por Sebastián del Pilar Sánchez Cuarto relato de Refugio en la Cumbre).-Cuando se repuso la rutina en la hacienda, Aura había hecho conciencia del significado de la orfandad y de sus obligaciones para no perecer arrollada por la pesadumbre, el ocio y el hambre que comenzó a sentir en una tierra que cayó en un estado de crisis desde la muerte de don Luis Rodríguez, el único que tuvo la oportunidad y el empeño de trabajarla con sentido de prosperidad para darle a su familia un mejor futuro. De nuevo todo estuvo como al principio, cuando el abuelo adquirió la villa, porque la difunta María Rodríguez, después que Manuel de Jesús se fue, no tuvo la previsión ni la autoridad para trabajar la tierra, ni para nombrar un administrador que se dedicara a cuidarla y multiplicar los bienes dejados por el abuelo. María se había visto en la obligación de violentar una de las cláusulas del acto notarial sobre el manejo de la hacienda. Alquiló parte del terreno y vendió a bajo precio la poca ganadería y los animales de carga, en perjuicio del derecho adquirido por su hija en su niñez. Sin embargo, Aura con el tiempo pudo comprender que su madre se vio precisada a actuar de esa manera influida por los efectos de las precariedades económicas, y posiblemente confiada en que cuando se plasmara su proyectado matrimonio, tuviera tiempo para comenzar a recuperar los predios y bienes afectados. Sabía porque se lo dijo su abuelo, que su madre se acostumbró a desenvolverse un poco a la ligera, pero en ese momento estuvo consciente de que jamás ella quiso conspirar contra su economía, pues María no tenía dentro de la familia un motivo que la hiciera alimentar algún sentimiento inferior al amor. Ella apreció en ese momento que la hacienda de Villa María estaba peor de lo que había imaginado. Sin duda a falta de un buen administrador desde la muerte de su abuelo y la salida de su padre.
Pero también, por no haber allí quien la trabajara y cuidara las zonas sembradas de cítricos, plátanos y cocos; o que atendiese el jardín tapiado de rosas, ya que los capullos blancos y amarillos, sin excepción, se tornaron mustios y marchitos; y los escarabajos no 46 cesaron de atacar sin control los frutales, causando graves destrozos, mientras que los frutos terminaron pudriéndose, urgidos de una mano recolectora que estuviera a tiempo en los árboles y sobre la crecida y descuidada yerba. Nunca la hacienda se vio con tantas cucarachas, gusanos y alimañas por doquier. Las culebras, arañas, ciempiés, ranas, sapos, tarántulas y alacranes, fueron tanto que la villa se convirtió en un peligro comunitario, donde se sentía de igual manera a un montón de mosquitos inundando el charco tras el patio, poniendo en peligro la vida humana, originando el bien fundado temor de que pudiera surgir un brote de paludismo o de dengue. En esas circunstancias, Aura estuvo impotente, sin poder hacer nada para detener el croar y trajín de las ranas que se multiplicaron durante la primavera abundantemente en los estanques, recorriéndolos a saltos con su bocaza grande y su lengua larga y viscosa; y ante el cuadro calamitoso que presentaba la hacienda, ella se partió los sesos pensando en la búsqueda de recursos, intentando sin un soplo económico efectuar alguna maniobra para detener la inercia, que aumentó desde el comienzo de su soledad, cuando se percató de que su prima la iba a abandonar, yéndose hacia la comunidad de El Limón, donde sus otros parientes. Sola y sin dinero, reinició las diligencias truncas con la muerte de Mario Vargas, el asesinado novio de su madre: de agenciarse un empleo en el magisterio, porque tenía la capacidad y el empeño para obtener un nombramiento de maestra rural, especialmente en una escuela primaria de un pueblo cercano; y porque detentaba el requisito de un título de bachiller y una preparación académica respetable, además de un curso realizado en la disciplina de pedagogía para el desarrollo rural a nivel técnico. Durante buen tiempo asistió una y otra vez al despacho del inspector regional de Educación, dejando allí su currículo, y solicitando, por otro lado, el respaldo de los dirigentes políticos del partido oficial; pero sólo pudo conseguir frustración y decepción, pues conseguir un empleo en el sector público era una misión ilusa si no se era parte militante de la base clientelar de los partidos que se disputaban el botín de la cosa pública. 47 Cansada de tocar puertas y esperar inútilmente una misiva del departamento de Educación, resolvió abandonar ese proyecto, pero con el transcurrir de los días aumentaron sus calamidades económicas; pasó un increíble verano recargada de variadas necesidades, complicándose su situación de miseria y en particular, la provisión de comida; desfalleciendo la esperanza, viéndose forzada a realizar el oficio improvisado de lavandera, para conseguir el pan de cada día, pues lo poco que dejó su madre se había agotado, y tuvo que resignarse por un largo tiempo en contener el anhelo de enseñar y estudiar simultáneamente. La tristeza de Aura se había acentuado, en la medida en que vio disminuida la solidaridad de sus vecinos, ya que se desarrolló a su alrededor una actitud individualista, pues los viejos amigos de la casa apenas la visitaron y nadie se ofreció a ayudarla. En aquella demarcación cada individuo pensaba en sí mismo, en sus propias necesidades existenciales; por lo cual, comenzó a comprender la persona humana y visualizar toda sociedad caribeña como un revoltijo de ambiciones, de ingratitudes y egoísmo, donde cada sujeto encaraba la solución a sus problemas individuales, aunque tuviera que afectar a los demás, por la ausencia total de solidaridad. En ese estado de ánimo, Aura entró al estadio de la madurez a temprana edad, cuando aún no contaba con el físico, ni el hábito, para acometer una empresa social exitosa; pero debió sobrevivir en la sociedad materialista en que se desenvolvía, con su energía intelectiva y mente prodigiosa, que mostró al público desde que era pequeña, cuando comenzó a pronunciar de memoria los nombres de los seres humanos, santos, animales y cosas que la rodeaban… en el tiempo que puso en evidencia su amplio dominio de las letras, de la naturaleza y de la geografía universal. La agobiante mengua de la economía doméstica se erigió en su compañera inseparable; tuvo que lavar y planchar, enfrentar un rosario de vicisitudes y llevar consigo un tren de sacrificio esperando el momento de obtener un empleo fijo y una beca para sus estudios universitarios; sin embargo, pasaron los meses en que estuvo doblegada por la amargura, hundida en su desventura, sintiendo el agotamiento doloroso de sus esperanzas de una vida alegre y tranquila, con un empleo público y una hacienda florecida. Una tarde que grabó para siempre en su corazón, como una estaca clavada en su pecho, conoció un comerciante de ascendiente alemán que despertó nuevamente sus ilusiones en obtener un oficio rentable, que transformara su estado de frustración y pesar. Fue un momento para recordarlo siempre. Ella estaba en la enramada del patio, y desde ese lugar vio a un individuo moviéndose en las afueras de la hacienda, alrededor de una planta de cactus punzantes; éste se detuvo en el portón de salida, tocando el grueso aldabón de la casa. Aura escuchó el chasquido y con mucha precaución se acercó al extraño para saber quién era y qué buscaba. -Soy Wolfgang Heinrich Hermann, comerciante y estoy de paso vendiendo algunas mercancías –dijo el extraño. Ella lo saludó con cortesía, lo escuchó con detenimiento y luego, susurró: -¡Qué nombre más raro! ¿Quieres una taza de café? El visitante asintió, musitando: “Si, quiero. Puedes llamarme Enrique”; y la chica se dirigió a la cocina, regresando con un vaso de agua y un café caliente que obsequió de manera gentil. Wolfgang Heinrich Hermann era un vendedor de chucherías, objetos de fantasía, ropas y zapatos para mujeres y niños. Ese día andaba en su camioneta totalmente enlodada y polvorienta, que había hecho un largo recorrido por carreteras maltrechas cruzando por varios pueblos del Norte, haciendo el día a día comercial. Aura se abstuvo de ver y conocer los artículos en venta y sus ofertas, entendiendo que no debía perder el tiempo en hacerlo, porque carecía de dinero. Desde que murió su madre, todo escaseaba allí. Fueron muy pocas las monedas y papeletas que pasaron por sus manos, y tuvo que usarlas siempre para sus gastos habituales en comida y urgencias caseras. La conversación fue breve, charlaron sobre el progreso y la abundancia de las ciudades alemanas desde los tiempos de Konrad Adenauer y Billy Brandt, en comparación con el Berlín amurallado y políticamente oprimido de Erich Honecker, que por 44 años estuvo al margen de la civilización occidental y la influencia europea. Wolfgang Heinrich Hermann (Enrique), manifestó su desprecio por los judíos, dejando entrever su orientación neo nazista; y relató su llegada al Caribe como turista y además su posterior naturalización después de establecerse en la ciudad de Santiago, donde logró vivir a sus anchas. Ella experimentó una sensación de desagrado por su relato, y también de perplejidad, por aquella expresión de muesca o sonrisa irónica excesiva en su rostro, que la hizo estremecer de pavor. Pero logró reponerse casi instantáneamente, al entender que no había agravio alguno en aquel decir anti judío y en aquella grotesca sonrisa, ya que en todo momento, el alemán Enrique se había comportado cordial y gentil en el diálogo. Por eso convino en recibirlo en la fecha del sábado siguiente, cuando le propuso visitarla; no tuvo razón, ni fuerza de voluntad para negarse y creyó también que nada perjudicial sobrevendría con el retorno del forastero, y se justificó a sí misma pensando en que no sería negativo dejar la soledad que la acompañaba desde la tragedia de sus padres. Se dijo que sería bueno hablar con nueva gente y encontrar en ella cierto desahogo a las penas torturantes que la asfixiaban en su aislamiento casi total. Los días corrieron y llegó el sábado convenido. Enrique entró nuevamente a la hacienda por el jardín, y después de un saludo cálido y antes de que lo invitaran a pasar a la sala o a sentarse en una de las sillas desperdigadas en la terraza, mostrando su extravagante y rara sonrisa, se tomó la confianza de agarrar un taburete de piel de res, colocarlo debajo un árbol y sentarse como si estuviera en su propia casa, forzando con su audacia un diálogo como quiso, el cual se llevó a efecto inmediatamente concluyó el ritual ceremonioso del servicio de un café humeante y sabroso, que duró unos cinco minutos; el tiempo justo que requirió en saborearlo e ingerirlo. Enrique comenzó a hablar de la buena vida en la ciudad, de las oportunidades de empleos y de educación; y los ojos de Aura adquirieron el brillo intenso de las personas ansiosas por romper las cadenas de la miseria. Lo escuchó con cierto asombro hablar de las facilidades de empleo en las grandes ciudades, y de manera concreta sobre un negocio en la ciudad de Santiago, donde empleaban chicas de buena presencia y con alguna destreza para fungir de cajeras, manejando cajas automáticas depositarias de dinero. Se refería a un centro de diversión situado en la urbanización El Paraíso, en el que había siempre plazas vacantes para chicas necesitadas. Esta invitación la llenó de esperanza pensando que se aproximaba el momento de poseer una renta mensual para costear sus estudios y de vivir la vida conforme al sueño que siempre había tenido, en un contexto de tranquilidad y alegría, conociendo y compartiendo con jóvenes de su edad, para aprender cosas que ignoraba sobre la naturaleza humana y la vida misma. No ocultó su entusiasmo, se desbordó en júbilo y se preparó para mudarse a Santiago, para superar la tragedia vivida y comenzar una época nueva de paz y bienestar. El diálogo concluyó como se lo propuso y quiso el alemán; de modo que Aura, sin consultar con nadie más en la comarca, aceptó su propuesta y decidió mudarse a Santiago, confiada en que allí se gestaría un cambio en su favor, porque lejos estaba su pensamiento de que el destino le tenía reservada una nueva y dolorosa prueba de desengaño y de crueldad, como jamás pensó conocer. Llegó de noche a Santiago, y al instante de su arribo, fue conducida junto a Enrique a una residencia aparentemente familiar, que pronto comprendió que no era otra cosa, que un discreto burdel donde imperaba un orden y una rígida vigilancia, pues en la puerta de acceso estaban dos hombres jóvenes y de mucha fortaleza, pidiendo la cédula de identidad para dejar pasar al interior, porque no se permitía la entrada de niños, ni de personas armadas, o con mal aspecto físico, a ese lugar; donde le esperaba su primer trabajo en la vida, en función de camarera. Estuvo unos minutos en el salón de estar, esperando a la señora que Enrique estaba procurando, y luego pasaron a un salón bastante holgado, con un largo y vistoso alfombrado rojo, que se asemejaba al usado en eventos artísticos como los premios El Casandra. Le bastó recoger con sus ojos cada detalle del interior de la casa para comenzar a sentir miedo, pues allí había una sucesión de mesas redondas y cómodas sillas giratorias de metal y, en un apartado rincón, se hallaba una vellonera de neón ordenada para animar el ambiente, de donde emergía una balada en la voz de Antonio Prieto, el inmortal intérprete de “La Novia”, que pintaba claro que aquel sitio no era un negocio cualquiera, sino algo más que un territorio de trabajo. Aura intentó hablarle a Enrique para expresarle su enojo e insatisfacción, cuando de pronto se alumbró todo el lugar y se escuchó un soplido, como una voz de una mujer: -Bienvenidos a mi bar, donde están los mejores cueros del mundo, mujeres bonitas y bien formadas, de grandes ligas en el amor -anunció la voz por un altoparlante. Ahora con la sala iluminada Aura veía claramente a la señora del bar y a una decena de jóvenes cabareteras, con sus ropas sexi, sus corsés y escotes provocativos, sentadas compartiendo tragos con jóvenes galantes y algunos hombres de edad, en un momento de suma alegría. Entre ellas había algunas en jeans y otras en minifaldas, exageradamente maquilladas, pero sin nada familiar en común, a no ser sólo su juventud y belleza. Esa misma noche, junto a Enrique recorrió a pies dos cuadras vecinas, pasando por un lugar llamado “zona roja”, y allí intensificó su temor, pues pudo contactar que estaba sin duda alguna en el barrio de los burdeles santiagueros, donde, pese a estar acompañada, era insistentemente abordada por clientes reales o potenciales, que requerían información sobre las tarifas de las jóvenes cabareteras. Pudo ver las siluetas de chicas y chicos acaramelados en las esquinas, bajo las luces multicolores de los avisos de neón; reían y se divertían de manera escandalosa, pavoneándose por las calles con suma coquetería. Aura se sintió muy enfadada por estar allí y pidió a Enrique regresar, o ir a otro lugar. Volvieron al bar, que a esa hora estaba repleto de paisanos, porque había llegado el conjunto musical de Félix del Rosario y sus magos del ritmo, que comenzaron la fiesta tocando “Mal pelao”, en la voz melódica de Frank Cruz, quien continuó a seguidas con un popurrí de merengues, a dúo con el Negrito Macabí, entre ellos, “La bailadora” y “Ay que negra tengo”, los cuales marcaron una época, por su pegada en el público y su amplia difusión en la radio. Notó que en el bar se habían sumado nuevas chicas que no vio anteriormente y sus ojos se toparon además con el cuerpo impresionante de un negro alto y robusto, de unos 35 años, que le fue presentado de inmediato con el nombre de Frank Robles, Administrador del sitio, quien ordenaba el despacho de bebidas alcohólicas, de gaseosas y de una que otra “picadera”, mientras varias mozas llegaban ante él con sus bandejas al hombro, tomando los productos para despachar, que luego eran distribuidos de acuerdo a un ordenamiento escrupuloso de pedidos de los clientes ubicados en las diferentes mesas. Ella atinó a preguntar sobre las condiciones de trabajo, y el administrador le dijo: “No hay un gran sueldo, pero podrás ganar mucho dependiendo de tu empeño, porque de tu entusiasmo y dedicación dependerá que obtengas grandes ganancias” Fue en ese instante que ella comprendió con claridad que había encontrado su primer trabajo. Frank Robles le explicó las reglas básicas del bar; allí ganaría un sueldo mínimo en pesos, más el 40 por ciento de las propinas y el servicio al cliente. Aura rápidamente se dio cuenta de que esa “ocupación” sería un engaño, un abuso de confianza que la obligaría a hacer cosas denigrantes, con lo cual se desvanecía su esperanza, se ahogaba su ilusión de un trabajo decente y se apagaba su deseo de vivir alegre y feliz. Comprendió ahí mismo que su vida había tomado el camino de la prostitución involuntaria, que no estaba en condiciones de evitar. Se sintió más sola que nunca, con 16 añitos de vida, con poca o ninguna mundología, y sometida a una especie de secuestro. Durante un tiempo viviría una experiencia inerrable, que desgajó su virginidad mental y le produciría también un desgarramiento en su conciencia. Sin embargo, en medio de su pena, lograría conocer en aquel sitio infernal de la Urbanización “El Paraíso” (muy casualmente llamada así), a un ser compasivo, un cliente al que confió la triste realidad de su vivencia ignominiosa, y ese individuo se erigió de manera piadosa en su protector, sin sexo; en su tutor indulgente, en su tabla de salvación. Fue éste quien dio a conocer a la prensa la trata de blancas que había en aquel centro recreativo, y fue éste quien presentó la denuncia en torno a su condición de menor, provocando la intervención policial liberadora, junto a otras tres chicas también menores. Sin embargo, el daño estaba hecho y era mucho mayor de lo que podía nadie imaginarse en ese momento; pues de aquel incidente quedó embarazada, para incrementar su agonía y anhelar morirse de vergüenza. El abogado César Céspedes viajó a Santiago, a encargarse de preparar el expediente de abuso sexual contra los implicados en el caso de Aura, que resultaron ser el administrador del bar, el alemán Enrique y un par de clientes, acusados por ante la jurisdicción de instrucción local. El abogado llevó también el caso a los medios de comunicación, que lo divulgaron ampliamente, omitiendo el nombre de Aura y de las otras tres chicas menores que fueron obligadas a prostituirse en el bar, alegando que era un asunto de interés público y considerando la querella como un deber social que ponía al descubierto los tejemanejes de un acto atroz y criminal, pues las relaciones sexuales no consentidas y el abuso a chicas adolescentes, generan dramas dolorosos, que terminaban siendo traumas riesgosos para ellas, por el peligro de ser embarazadas o de contraer enfermedades contagiosas, como el Sida. Su denuncia originó un amplio repudio en la sociedad, pero no había mecanismo para castigar a los culpables de las apuntadas vejaciones, pues no se contaba para la época con un código de protección a los menores, por lo que finalmente se vio compelido a aceptar un acuerdo con los implicados, una transacción judicial mediante la cual se abocarían al pago de una indemnización por daños y perjuicios. Aura estuvo varios meses residiendo temporalmente en Santiago, en la casa de una antigua amiga de su madre, que tenía mucho conocimiento de medicina natural y brebajes y se encargó de prepararle un aborto efectivo sin recurrencia clínica, por medio de una pócima de cáscaras de aguacate, logrando interrumpir la vida de un feto en sus entrañas, pero sin poder evitar que trascendiera lo acontecido, y que por ello, durante un buen tiempo, tuviera que hacer frente a la intransigencia implacable de la sociedad y a la naturaleza animal agazapada en la débil conciencia de sus coterráneos.
2 archivos adjuntos