Somos un mundo de contradicciones. Quizás deberíamos observarnos más y ver nuestras propias incoherencias. A veces quemamos nuestra vida en inutilidades, no en auxiliar o en ser agentes fundamentales del cambio social, tampoco en repensar la manera de estimular otros horizontes más armónicos o en ver el modo de crecer como seres pensantes, dispuestos a cohabitar, ya no solo estableciendo prioridades que nos pacifiquen, también instaurando alianzas que nos encaminen a una vida plena, donde la justicia y la libertad aniden en todos los lenguajes del alma. Lo que resulta deplorable es la acción de muchos gobiernos, dispuestos a invertirlo todo en armas, aunque después la población sufra una gran inseguridad, tanto en alimentos como en sanidad.
Ojalá, en un día no muy distante, aprendamos a priorizar los derechos humanos, y a no ser sanguinarios ni trepas del poder, pues la realidad muestra la existencia de abecedarios que son verdaderos caudales de incitación a la venganza. Desde luego, partiendo de que vivir en contrariedad con la mente es el estado moral más insoportable, deberíamos convenir con nosotros mismos, ser más comprensivos y bondadosos.
Quizás tengamos que curarnos de este espíritu verdaderamente inhumano. No olvidemos que el número de personas que huyen de las atrocidades de sus análogos se acrecienta cada amanecer, y esto ha de servirnos de recordatorio, al menos para cambiar de actitudes. En consecuencia, veo bien que coincidiendo con la celebración del Día Internacional de la Juventud (12 de agosto), este año 2107, se ponga especial énfasis en su capacidad para participar en la configuración de una paz verdadera, contribuyendo así a la prevención y transformación de los conflictos, mediante la inclusión y la reconciliación de unos y otros. Ya lo decía el insigne escritor Francisco de Quevedo (1580-1645): “Lo que en la juventud se aprende, toda la vida dura”. De igual manera, hay que tener respeto por nuestros mayores y considerar su cátedra de vida como algo verdaderamente enriquecedor para todos. Ellos son la reserva cultural, la memoria de un tiempo; y, también, como decía el inolvidable médico Santiago Ramón y Cajal (1852-1934): “Nada me inspira más veneración y asombro que un anciano que sabe cambiar de opinión”. Ciertamente, los discernimientos de ayer no son los de hoy, pero el futuro de una especie supone necesariamente este encuentro, entre los jóvenes que imprimen vigor y los ancianos que robustecen de sabiduría, esa fuerza, con sus vivencias.
Acontezca lo que acontezca, en ese mañana, hemos de aspirar a un mundo menos desigual que el presente, donde cada ser humano pueda llevar una vida saludable, verdaderamente enriquecedora, independientemente de quién sea o dónde viva. En este sentido, creo que los Objetivos del Desarrollo Sostenible son una oportunidad única, cuando menos para mejorar esa perspectiva del yo junto a los otros, ya que si es primordial situar la educación y la salud en el centro de la agenda global, también es esencial comprometer a los países a fortalecer las alianzas para obtener resultados esperanzadores, frente al diluvio de incertidumbres y las inseguridades de cada día. Precisamente, la falta de fondos es uno de los mayores desafíos que afrontan los 47 países menos desarrollados del mundo para implementar la Agenda; y, lo que es más significativo, no podemos lograr ese desarrollo sustentable ni sostenible, con el que tanto se nos llena la boca, si hay personas a las que se priva de oportunidades, de servicios y de la posibilidad de una vida mejor.
En todo caso, tenemos que dejar de ser excluyentes, pues resulta paradójico, que digamos una cosa y hagamos la contraria. Junto a esta atrocidad cultural que tanto nos margina y divide, necesitamos integrar sistemáticamente la migración y el cambio climático en los programas nacionales de desarrollo y reducción de la pobreza. Al presente, y tal vez más que nunca, es necesario invertir en los medios de vida rurales, en oportunidades de empleo digno para los jóvenes y en planes de protección social para riesgos de desastre, a la vez de trabajar por no descartar a nadie. No podemos considerar a las personas según respondan o no a un criterio útil de inversión. Hemos de concienciarnos de que toda la humanidad, en su acervo, es activamente fructífera. Todos tenemos un lugar en esta vida y, como tal, debemos propiciar nuestra visión y compartirla con otras, hasta llegar a confluir todas. Algo muy útil para no perderse. Por eso, más que estar dentro del mercado, hay que estar dentro de las situaciones y ver la manera de solventar las injusticias que puedan producirse.
Bajo esta configuración del yo intergeneracional, hay que hacer familia, o si quieren sociedad; y, por ello, es vital la formación de personas dotadas de altas cualidades morales, profundamente adheridas a los nobles ideales de paz, libertad, dignidad e igualdad para todos, lo que nos exige respeto y amor para consigo mismo, los otros, y el mismo medio ambiente. Sea como fuere, hay que movilizar la responsabilidad colectiva mundial para poder hacer frente al conjunto de graves problemas y desafíos a los que se enfrenta la humanidad, apostando por ser más cooperadores y colaboradores con la defensa del interés general. Esta es la cuestión de fondo que, sin duda, requiere de un cambio interior del corazón, pues aparte de rechazar modelos insostenibles de consumo y de producción, hemos de impugnar también ese afán de los poderosos por aglutinar cosas de manera verdaderamente usurera. Es de justicia, por tanto, reclamar el derecho de todos los ciudadanos del mundo a conocer de primera mano la increíble diversidad de nuestro planeta y su belleza a través de los diversos rincones habitables. Objetivamente, resulta bochornoso que haya islas y parajes extensivos privados, que debieran tener accesibilidad universal y no la tienen. Así, no podemos avanzar en esa renovada construcción del género humano, pues frente a tantas discrepancias culturales, hay que retomar otras aspiraciones más globales, que nos lleven a dignificarnos y a ser más responsables con lo que podemos ofrecer a nuestros semejantes, dada la interdependencia cada vez más estrecha y su progresiva universalización.
Ha llegado el momento, si me lo permite el lector, de mirar hacia lo alto y de pensar en grande, cada cual consigo mismo, junto a los otros, con un corazón lleno de pasión y compasión. No podemos quedar parados o instalados en nuestra plegaria o comodidad. Si en verdad queremos activar ese bien colectivo, hemos de renunciar a todo privilegio para vivir una vida verdaderamente vinculada a los demás, de entrega y de obrar de acuerdo a un orden social más justo, lo que nos reclama a vivificarlo con nuestro amor. Estoy convencido que el grado de cumplimiento de la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible, va a depender de la propia exigencia de cada cual. Humanizarnos es prioritario, debe serlo. Hemos de sentirnos cercanos en la acción, pero de igual modo hay que consumar lo humanitario. Al fin y al cabo, no es como se crezca, sino como se redistribuya todo. Ya sabemos que las proyecciones indican que México y Centroamérica serán las economías con una mayor expansión, 2,5% en promedio, gracias al aumento de las remesas y a las mejores expectativas de crecimiento en Estados Unidos. Lo que no sabemos, o no queremos saber, si se va a poner freno para que no aumente el número de migrantes que muere cruzando la frontera entre EEUU y México, en busca del espejismo americano. Toca despertar. La vida es mucho más interesante que los sueños, sobre todo si se ha empezado a vivir seriamente por dentro.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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6 de agosto de 2017